Memorias
Valero Chiné Bagué
Editadas en diciembre de 1997
Un poco de historia
Mucho se ha escrito de los Campos de Concentración nazis, libros dignos de leer por su contenido histórico: pongo por ejemplo Exiliados en el Campo Mathausen, en el cual se cita la muerte de tres ciudadanos de Fraga; otro puede ser Deportación, el cual hace referencia de veintiséis campos alemanes.
En cambio, se ha escrito muy poco de los campos de concentración que, como consecuencia de la Guerra Civil (1936-1939), se construyeron en España.
No lo escribo por odio, ni deseos de venganza, solamente porque las generaciones actuales y las venideras, sepan lo ocurrido. Ya que, el olvido del mal realizado no ha conseguido nunca hacer progresar el bien, ni tampoco nunca secar las fuentes de la violencia.
Hace más de cincuenta años, el día 27 de marzo de 1939, estando en Madrid incorporado en el ejercito de la República, las emisoras de radio lanzaban a los cuatro vientos que la guerra había terminado, que una comisión encabezada por Julián BESTEIRO, fueron a parlamentar con el Gobierno de Burgos y habían acordado y firmado una Paz Honrosa, en la que no hubiese ni vencidos ni vencedores, y el que no quisiera convivir con el nuevo Régimen, podría marcharse al extranjero sin ninguna dificultad. Para tal fin, los puertos de Valencia y Alicante se considerarían puertos francos, mientras hubiese una sola persona que quisiera exiliarse.
Yo, y muchos amigos de Fraga y otros pueblos de la provincia de Huesca, aquella misma tarde, cogimos un camión y nos desplazamos hasta Valencia, donde tuvimos la primera decepción, ya que el puerto había sido cerrado a la navegación, al parecer, para que no se infiltrará ningún emigrante. Como una riada humana, nos desplazamos hacia Alicante; era enorme, pero se acrecentó mucho más al llegar a dicho puerto.
Los dos primeros días se pasaron con impaciencia, pero con la ilusión de poder ver realizado nuestro propósito. Cual no sería nuestra sorpresa, al tercer día, al ver que unos militares italianos, según ellos pertenecientes a la Divisió Litorio, emplazaron sendos cañones y armas automáticas cara a los ocupantes del puerto. Acto seguido, por mediación de unos altavoces, nos exigían desalojar el puerto, de lo contrario harían uso de las armas. La incertidumbre fue tan grande que algunos se quitaron la vida antes de sucumbir.
BIOGRAFÍA DE VALERO CHINÉ BAGUÉ
¿Quién es Valero Chiné?
Un humilde jubilado, que después de pasar toda la Guerra Civil en el frente, de estar en campos de concentración, en batallones de trabajadores y prisión, estuvo trabajando veintiséis años y medio en el interior de una mina de carbón, para poder satisfacer sus necesidades económicas y las de su familia.
Al escribir estas memorias, sólo pretendo que mis sucesores, hijos, nietos y biznietos si los hubiera, sepan lo que fui durante mi larga y complicada vida, en particular en los difíciles años de 1936 hasta 1947.
Nací en Fraga, el día 1 de noviembre de 1918, en el seno de una familia muy pobre, dedicada a las labores del campo, tal como la mayoría de los ciudadanos de muchos pueblos de Aragón en aquella época, en la que no existía ninguna clase de industria, excepto en algunas capitales de provincia.
Mi infancia transcurrió sosegada y tranquila; era el número seis de los hijos que mis padres habían traído al mundo, de los cuales, tres no llegué a conocer, porque fallecieron antes de mi nacimiento. De los otros dos, José y Baltasar, el mayor nació el año 1907 y Baltasar en 1910.
Mis padres, a pesar de ser analfabetos, porque nunca pudieron ir a la escuela, tenían interés en que yo aprendiese a leer y a escribir, aunque solo fuese para poder redactar una carta, así que, al cumplir los seis años, edad mínima exigida para ir a clase, me llevaron a una escuela pública, regentada por un maestro llamado “Don Felix”. No recuerdo sus apellidos, aunque sí recuerdo su forma de enseñar, ya que su lema era que “la letra con palo entra”; no obstante, he pensado mucho en él y he lamentado muchas veces el no haber podido ir más tiempo a sus clases, posiblemente, de este modo, en este escrito no habría tantas faltas de ortografía.
Mis padres trabajaban una finca, en arrendamiento, ubicada en la partida de Cantallops, a seis kilómetros de nuestra casa; nuestro medio de transporte era un burro, por lo cual en la época de la recolección, para no perder tiempo en el camino, nos quedábamos en el campo, por lo cual no podía ir a la escuela.
La recolección del cereal empezaba a primeros de junio, con la siega de la mies, luego venia la trilla, que se efectuaba en el mes de julio, a mediados de agosto empezábamos la recolección de los famosos higos de Fraga, conocidos en toda Europa por su exquisito sabor y calidad. De ellos hablaré más adelante.
Con esta tarea, pasábamos hasta mediados de octubre, y después de la fiestas del Pilar, ingresaba de nuevo en el colegio, hasta últimos de noviembre, ya que en el mes de diciembre, marchábamos dos o tres meses a Les Garrigues, a coger aceitunas en algunos pueblos como La Granadella, Llardecans o Almatret, de la provincia de Lleida.
En el mes de marzo empezaba de nuevo en la escuela, y digo de nuevo, porque tan apenas recordaba nada de lo que había aprendido el año anterior. Es decir que frecuentaba la escuela cuatro o cinco meses al año. En estas condiciones escolares llegué a mediados del año 1930, cuando justamente tenia cumplidos 11 años y siete meses, ingresé a trabajar a trabajar en casa del señor Ramón de Dios, una familia que tenia unas pequeñas fincas y una tienda en la calle Mayor, en la misma casa donde habitaban. El padre se cuidaba de la tienda y el hijo, recién llegado del servicio militar, se puso a trabajar las finca con mi ayuda y la de su hermana, en la época de más faena: recolección de cereal y de los higos…
El sueldo que ganaba era de treinta pesetas al mes, la comida i dormir en un pajar.
Cuando escribo estas líneas, tengo ocho nietos que oscilan entre los diecisiete y los tres años; cuando estoy con los mayores, muchas veces pienso y me pregunto: ¿cómo el señor Ramón podía darme treinta pesetas al mes?, ¿será posible que me las ganará?.
A últimos del mes de octubre de 1932, cesé de trabajar para dicha familia, de la cual siempre me quedó un grato recuerdo por su amabilidad y buen trato que siempre demostraron conmigo, hasta el punto que terminada la Guerra Civil, en 1940, me firmaron unos avales para poder salir en libertad de un batallón de trabajadores.
En el mes de marzo de 1933, me contraté para trabajar para otra familia de Fraga. Aquel señor se dedicaba al cultivo de hortalizas y verduras, por lo cual todos los días a las seis de la mañana ya estaba descargando dicho producto en la Plaza de San Pedro, donde se hacia el mercado, y su madre vendía los productos, que con nuestro sacrificio la tierra producía.
El sueldo que me daban era de noventa pesetas al mes, más la comida, que no varió ni un solo día; se componía de una sardina con pab para desayunar, un plato de judías secas con un poco de tocino al mediodía y un poco de longaniza o bacalao frito para cenar. No lo escribo en plan de crítica, pues era una excelente comida, un lujo, que en aquellos tiempos, muchas familias no podían permitirse.
La encargada de las ventas en el mercado, una mujer viuda con más de cincuenta años de edad me acogió con tanto cariño como si hubiese sido su propio hijo, hasta el punto que todos los domingos me daba una peseta de propina, si que nunca faltó la advertencia de que no lo dijera a los jóvenes porque la carrañarían.
Esta peseta, sumada a la paga que me daba mi madre alcanzaba a las dos pesetas con cincuenta céntimos, con lo cual podía ir al cine, comprarme alguna golosina y todavía me quedaba dinero para comprarme alguna que otra novela como La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne o la novela Ideal. Sembrando flores escrita por Federico Urales, y otras muchas que podría enumerar. Así fui entusiasmándome un poco por la lectura, y es cuando empecé a darme cuenta de que yo tenía que ir a la escuela, ya que apenas comprendía lo que querían decir aquellas novelas, que ya de por si eran muy sencillas para que pudiesen entenderlas gentes sencillas y todos las quisieran leer.
Cuando se es joven, y se lleva metida en la cabeza una obsesión, es muy difícil apartar de la mente lo que en ella se lleva trazado, por muy adversas que se presenten las circunstancias.
Mi mente no paraba de pensar cómo me las arreglaría para poder ir a alguna escuela donde aprender a leer y a escribir más; la cosa no era fácil, porque vivíamos en una torre en el campo, aunque muy cerca del pueblo, pero el trabajo era bastante duro, porque todos los días al amanecer ya estaba en el mercado y después a emprender la tarea con la azada hasta la puesta de sol, con un descanso de un par de horas al mediodía en que después de comer, aprovechaba para hacer un rato de siesta.
En aquellos tiempos existía en Fraga la Sociedad Cultural la Aurora, que era una filial del Sindicato de la C.N.T. (Confederación Nacional del Trabajo), en cuya entidad tenían un maestro llamado José Alberola, un Anarco-sindicalista, muy estimado por la clase humilde, despreciado por la patronal y la clase media. Yo tan apenas lo conocía, pero era el único maestro que daba clases a las horas que mejor le fueran al discípulo, así que me puse en contacto con él y nos pusimos de acuerdo para asistir a sus clases a las nueve de la noche.
Al día siguiente, mientras comíamos le dije al dueño que quería pedirle un favor; él me contestó que hablara sin ningún reparo, que para todo lo que estuviese a su alcance podía contar con él; le expliqué que quería ir a la escuela, que no le pedía que me redujera las horas de trabajo, únicamente que por las tardes al terminar del trabajo me diesen la cena enseguida porque quería ir a clase. El hombre, muy pacífico, me preguntó a que escuela quería ir, yo le dije que al único maestro que daba clases a esas horas, que era el maestro Alberola. Cual no sería mi decepción, al decirme él que si quería ir al maestro Alberola, ya podía buscarme otro trabajo, que cuando finalizara el mes quedaba despedido. Mi decisión fue rápida y tajante, le dije: ” a fin de mes no, págueme lo que me debe, me marcho ahora mismo”; el hombre pidió excusas y dijo que no me lo tomase tan en serio, que la cosa no era para tanto… pero yo cogí mi ropa bajo el brazo y con un tono muy duro le repetí “págueme lo que me debe, me marcho ahora mismo”. Si la memoria no me falla, me dio dieciocho pesetas, que quiere decir que llevaba seis días trabajados de aquel mes.
Cuando les comuniqué a mis padres la forma en que se habían desarrollado los hechos, mis padres me lo reprocharon, en primer lugar porque yo no les había comunicado que quería ir a la escuela puesto que yo contaba con mis propios medios para pagarla, y en segundo lugar porque dijeron que fui demasiado duro, puesto que él ya pidió disculpas, y como no, el hecho de que estuviera ganando noventa pesetas al mes y la comida, aunque no fuese una gran solución si era una pequeña ayuda para una economía tan pobre como la de mi familia.
Como consecuencia de estos hechos, me fui acercando por el local de la Sociedad Cultural la Aurora, que ya disponía de una biblioteca con bastantes libros, la mayoría de ideas ácratas.
A principios del mes de junio, ya encontré trabajo en otra casa de agricultores, familia de clase media que durante el año todas sus labores las realizaban en plan familiar, y para el tiempo de la recolección, me contrataron para tres meses; el sueldo era el mismo que el anterior, pero el trato era muy diferente, y las pruebas evidentes de ello es que al año siguiente fui de nuevo, el mismo periodo de tiempo que el anterior, y en el año 1940 también me firmaron los avales para salir del batallón de trabajadores.
A medida que transcurría el tiempo, me daba más cuenta de lo difícil que era para mi ir a la escuela si trabajaba por cuenta ajena, porque la mayor parte del tiempo habitaba en el campo, y el poco tiempo que estaba en casa no disponía de dinero para costearme las clases.
Así andaban las cosas en los difíciles años de mi juventud, del 1925 al 1936, no porque a Fraga le faltasen tierras para garantizar a sus vecinos una vida sin miserias, porque el termino disponía de 48.000 hectáreas cultivables, pero sus propietarios preferían dejarlas para la ganadería y la caza, antes que dejarlas trabajar, así su riqueza reinaba sobre la miseria de los demás. Así siempre tenían a su disposición, y al precio que les daba la gana, la mano de obra que les hacía falta.
Por tanto, no es de extrañar que en el año 1918, se fundara en Fraga el Sindicato de Oficios Varios, perteneciente a la C.N.T., desde el cual sus afiliados no paraban de intentar conseguir algunas reivindicaciones. En el año 1933 hubo una gran revuelta en toda la comarca del Bajo Cinca y de la Litera; el pueblo que más destacó fue Albalate de Cinca, que según algunos críticos, querían implantar el Comunismo Libertario, pero la verdadera causa era otra, de la cual hablaremos más adelante; como consecuencia de ello trajeron a Fraga treinta y nueve presos, que después de varios días fueron trasladados a Jaca y Barbastro. Los sindicalistas de Fraga no quisieron tomar parte en aquella revuelta, no obstante, fueron a dar con sus huesos en la cárcel siete afiliados a la C.N.T. de Fraga.
En el mes de noviembre de 1933 se desarrolló la primera huelga de mujeres de Fraga. En Fraga se cosechaban más de un millón de kilos de higos secos; este fruto daba mucho trabajo para su recolección, porque los hombres tenían que cogerlo con largas y pesadas escaleras, pero el mayor trabajo lo efectuaban las mujeres, para ponerlos en cajones, que oscilaban entre diez y cinco kilos; aquello era una obra de arte admirada en todos los países de Europa; para ello estas mujeres primero tenían que especializarse, pues grandes almacenistas compraban el fruto seco y después contrataban a las mujeres para encajonarlos. Trabajaban diez horas por un jornal que oscilaba entre las cuatro y seis pesetas al día. En el mes de diciembre de 1933 se manifestaron el huelga en reivindicación de la jornada de ocho horas y un mayor sueldo. Dada la unidad que demostraron aquellas mujeres, la mayoría de ellas afiliadas a la C.N.T., no les fue difícil conseguir unas reivindicaciones tan justas y humanas.
A principios del año 1936 me propusieron ir a trabajar a Gimenells, que hoy en día es un pueblo, pero que en aquel entonces era solo una finca muy grande trabajada por varios colonos que pagaban una séptima parte de lo que cosechaban; para el que yo trabajaba era uno de los que más tierra cultivaba (con decir que tenía seis pares de mulas para la labranza y seis obreros fijos todo el año y que en la época de la recolección tenía muchos más ya que entonces no había tractores y la labranza se realizaba con caballerías… creo que queda claro). Mi trabajo era cultivar el huerto, cuidar las hortalizas y verduras para el consumo de la casa, limpiar las cuadras y preparar la comida para las caballerías.
Allí si que no podías pensar en ir a la escuela, el pueblo más cercano, que era Almacelles, estaba a nueve kilómetros y ni siquiera los hijos de los colonos la frecuentaban.
De la etapa durante la cual estuve en Gimenells, quiero contar una anécdota que me ocurrió en casa del Pepón: Un buen día, había que llevar una carretada de trigo a Almacelles, y un gran trozo del camino estaba lleno de agua del riego. Para cruzar aquel trozo, de unos dos kilómetros, engancharon dos mulas más de las que tenían que llevar para el resto del camino; a mi me hicieron ir con el carro hasta cruzar aquel aguacero y después volverme con las dos mulas a la cuadra; al desengancharlas yo me monté en una de ellas; aquella mula emprendió el trote de tal forma que parecía que se hubiese vuelto loca, yo bien cogido al collar y gritando intentaba hacerla parar; la mula haciendo caso omiso a mis gritos se dirigió hacia la cuadra y a la dueña de la casa, lo primero que se le ocurrió fue cerrar la puerta antes de que llegásemos, ya que la mula casi tocaba arriba y penso que “allí lo matará”; la mula, al ver la puerta cerrada se volvió i empezó de nuevo la corrida a través de aquellas grandes llanuras; cuando llegó a agotarse se paró y se puso a comer en un campo de alfalfa, me apee y no podía tenerme en pie de tanto apretar las piernas sobre sus espaldas. En lo sucesivo, ya siempre se pudo montar a dicha mula, pues hasta entonces nadie lo había hecho, pero yo no lo sabía.
Trabajando en este desierto para mi y paraíso para los colonos, llegó el 18 de julio de 1936; justamente me faltaban tres meses y trece días para cumplir los dieciocho años cuando estalló la Guerra Civil Española .
Durante los últimos años había sentido inquietud y malestar por mi pobreza y por no haber podido ir a la escuela al menos para poder aprender a leer y a escribir correctamente, pero jamás sentí deseos de que estallara una guerra civil para poner fin a aquella situación, y prueba evidente de ello es el hecho que durante los primeros días no perdí ni una hora de trabajo, aunque si es cierto que después de cenar me iba hasta la cooperativa, sita a medio kilómetro de la finca, y allí escuchaba a través de la radio las noticias de los acontecimientos ocurridos en Barcelona y en otras capitales de España.
Allí todo transcurría con plena normalidad; todo el mundo trabajaba como si nada hubiese ocurrido, pero un buen día, justamente el 19 de agosto, el señor Ramón, el colono para el que yo trabajaba, durante una comida soltó esta frase: “¡Si en lo sucesivo estas tierras quedan para nosotros y no tenemos que pagar nada, que nos importará pagaros cincuenta céntimos más a los obreros, ni que sea una peseta más cada día”. Todos los demás obreros eran mayores que yo, pero ninguno fue capaz de contestarle; yo no me pude contener y le dije: “entonces, todos los que han perdido la vida en esta contienda, y los que se la están jugando en estos momentos, suponiendo que ganen la revuelta, todo lo que habrán conseguido será cambiar las caras de sus burgueses explotadores” y sin más preámbulos le dije “págueme lo que me debe que me marcho”, y aquella misma tarde ya me fui a mi casa. Al día siguiente me incorporé en la Columna DURRUTI, que hacía pocos días había pasado por Fraga hacia el frente de Aragón.
Quién había de pensar en aquellos momentos, el 20 de agosto de 1936, que no volvería a estar completamente libre hasta el año 1948; en este espacio de tiempo estuve muchos días en libertad provisional.
La guerra fue muy trágica para los que participamos directamente en ella, y hasta incluso para los que sin estar en el frente, tuvieron que soportar las restricciones que de por si llevan esas contiendas, pero para los vencidos fue mucho peor la posguerra, los campos de concentración, los batallones de trabajadores, cárceles, miseria y malos tratos de parte de los vencedores.
La Guerra Civil
Cuando llegué a mi casa, mis padres me explicaron un poco como se habían desarrollado los acontecimientos en Fraga durante los primeros días del levantamiento fascista, no con muchos detalles, pues mis padres jamás se habían metido en política y si fueron colectivista fue consecuencia del hecho de trabajar en una finca en arrendamiento y si no se hacían colectivistas tenían que dejarla a disposición del comité.
Aquella misma noche, me puse en contacto con algunos amigos y compañeros del Sindicato, y me explicaron con más detalle el rumbo del movimiento, del cual encontré bien muchas cosas, pero jamás me hubiese podido imaginar que se hiciesen tantos fusilamientos de personas de Fraga; en primer lugar porque no se manifestaron los de derechas en favor del Alzamiento, y en segundo lugar porque conocía los sentimientos humanos de muchos de los que se pusieron al frente del movimiento durante los primeros días.
Al manifestar mi desacuerdo, me explicaron que habían cogido a los de derechas solo para evitar que se lanzaran a la calle, pero se presentaron en el pueblo unas fuerzas organizadas militarmente, exigiendo la muerte de los detenidos ya que estaban considerados como fascistas, las manifestaciones y protestas de parte de muchos del Comité, no fueron lo suficientemente fuertes para evitar la masacre.
Al día siguiente, día 20 de agosto de 1936, con un camión que transportaba víveres, me marché hacia Bujaraloz, donde me incorporé a la Columna de Durruti que, una vez dominada la sublevación fascista en Barcelona, se organizó voluntariamente y salió para el frente de Aragón con el propósito de liberar Zaragoza.
Los primeros días de estar en el frente fueron de continua actividad, logrando liberar Caspe, Gelsa, Farlete y otros muchos pueblos. Después el frente se fue estacionando, quedando reducido a simples escaramuzas.
El día 12 de octubre del mismo año nos trasladaron a cinco centurias al frente de Madrid por hallarse este en peligro debido a los intensos ataques del enemigo. Nos tuvieron unos días en Barcelona donde se incorporaron otros tantos voluntarios.
Como las armas las habíamos dejado en el frente de Aragón, nos dejaron unos días libres hasta que llegase el nuevo armamento que nos tenían que dar. Visto que no llegaba, nos trasladaron a Valencia donde nos entregaron los fusiles pero sin munición. Luego nos trasladaron con camiones y autocares hasta la capital de España.
Llegamos al amanecer y por todas partes sonaban disparos, los unos desde las trincheras del enemigo que ya estaba en las puertas de Madrid y otros de cualquier edificio procedentes de fascistas camuflados en la Quinta Columna desde los primeros días de estallar el Movimiento, que pensaban que les había llegado el momento de la venganza.
Aquella misma mañana ya tomamos posición en el frente, en la zona del Hospital Clínico, Zona Universitaria, desde donde, por cierto, se tuvo que retroceder puesto que la munición que nos dieron era de los fusiles españoles y no se adaptaba a los winchesters mejicanos que nos habían entregado en Valencia.
Fue un gran desastre, pues nos costó muchas bajas y gran difamación por parte del resto de las fuerzas, y en particular de las Brigadas Comunistas que, quien sabe si no eran responsables de aquella mala jugada ya que la presencia de la Columna de Durruti nunca fue bien acogida por su parte en el frente de Madrid.
Subsanado aquel desastre, todo se fue normalizando; los ataques enemigos eran muy duros, pero la resistencia de los soldados y milicianos de la República lo fueron mucho más, prueba de ello fue que tuvieron que abandonar el propósito de tomar Madrid hasta que finalizó la guerra.
El día 20 de noviembre, en plena batalla frente al Hospital Clínico, nos trajeron la noticia de que Durruti había muerto. Aquello fue un duro golpe para la mayoría de los que estábamos en dicha columna; habíamos puesto gran confianza en su persona ya que era un conocido revolucionario y estábamos convencidos de que jamas nos habría traicionado.
Muchas han sido las versiones que se dieron acerca de su muerte, pero aún ahora se ignora cual es la verdadera.
A partir de la muerte de Durruti tomó el mando de la Columna el sargento Massana, que ya iba siempre a su lado como asesor militar y que también fue acusado de su muerte por alguno de sus seguidores.
A partir de su muerte, las cosas en el seno de la columna tomaron otro rumbo; ya pronto se habló de la militarización de la misma, la cual fue acogida con desprecio, críticas y disconformidad por la mayoría de milicianos que componíamos la Columna. En vista que el malestar iba en aumento, propusieron que los que no estuviesen incluidos en las quintas que prestaban el servicio militar y no estuviesen de acuerdo con la militarización podían marcharse a su casa hasta el día que los movilizaran.
Fuimos muchos los que nos retiramos del frente acogiéndonos a dicho decreto; cuando nos volvieron a llamar tuvimos que aceptar las ordenanzas militares de cual hablaremos más adelante y con más detalle.
La Guerra en Fraga
Al llegar al pueblo me incorporé a mi trabajo habitual, que como he dicho antes era el campo, pero a los pocos días uno de los componentes del Comité me dijo que yo tenía que hacerme cargo del registro de las libretas de racionamiento de la Cooperativa de Consumo. En un primer momento no me sentó muy bien la proposición porque pensé que tendría problemas con los consumidores; afortunadamente no fue así, aunque es cierto que más de uno intento llevarse dos veces la ración que tenía asignada borrando de su libreta la señal de que la había retirado, pero yo sin grandes reproches les hacía comprender que con esa actitud perjudicaban a otras personas y que estas podían ser sus familiares más allegados, puesto que cuando un producto se racionaba era porque no se podía encontrar todo el que se necesitaba para abastecer a todos los ciudadanos.
Los primeros días del movimiento la C.N.T. se hizo cargo de todas las dependencias locales, tanto a nivel municipal como a nivel estatal. Entre esas se encontraban Teléfonos y Telégrafos; se instaló una sección de Guardias de Asalto en Fraga. Las guardias se componían de un paisano y un guardia de asalto en cada departamento. Pero en el mes de marzo de 1937 parece que el Gobierno Central ya quiso hacerse cargo de todo lo que era del Estado, cosa que debería haber hecho los primeros días del Alzamiento en lugar de negar las armas al pueblo. Así hubieran podido evitar que los facciosos se adueñaran de Zaragoza y otras ciudades de España.
El día 20 de marzo los guardias de asalto que tenían el acuartelamiento en frente del puente viejo, a las nueve de la noche, al hacer el relevo de la guardia que estaba de servicio en Teléfonos y Telégrafos les dijeron a los de paisano que los llamaban en el Comité, y éstos confiados posiblemente por los juramentos que hacen los militares, no dudaron ni un momento y marcharon hasta la oficina del mismo donde les dijeron que de allí no los habían llamado; entonces comprendieron que los habían engañado para hacerse cargo ellos solos de estas dos centrales y, efectivamente, cuando llegaron a la puerta ya no los dejaron entrar.
La Central de Teléfonos en aquel entonces estaba instalada en el Paseo Barrón haciendo esquina con la calle Obradores. En el mismo inmueble habitaba un compañero mío, que era panadero en la Columna Durruti y que vivía con su mujer y su hija, y al cual yo visitaba frecuentemente por la amistad que nos unía.
Al comunicarme el hecho, me fui a dicho inmueble y llamé a la puerta que daba al paseo. El guardia desde el balcón me preguntó qué quería, yo le contesté que iba a casa de Subirachs (mi amigo) y que estaba la puerta cerrada. El pobre chico sin sospechar mis intenciones bajó a abrirme la puerta. Una vez dentro, le expliqué quien era yo y lo que deseaba, al ver mi decisión no opuso ninguna resistencia, posiblemente convencido de que pronto le llegaría el refuerzo. La conversación que tuvimos fue bastante cordial, diciéndome que él también había pertenecido a la C.N.T. y que lamentaba mucho la marcha de los acontecimientos ya que estaban dispuestos a terminar con todo el control que ejercía la C.N.T.. A las diez y cuarto, desde la ventana del edificio vi un gran movimiento de personas que salían del local donde estaba el Sindicato y donde se reunían todos los delegados de las diferentes ramas de la colectividad; a los pocos minutos ya pude ver como por el centro del paseo iban unos veinte guardias formados en fila de a dos, y que a medida que iban avanzando por el paseo los dos últimos iban saliendo de la fila y se iban desplazando a derecha e izquierda poniéndose a resguardo de las puertas de las casas y así sucesivamente hasta que llegaron al edificio de Teléfonos donde en aquellos momentos solo se habían quedado el Teniente y dos guardias. Desde la misma ventana desde donde observaba el movimiento de los guardias, pude ver la entrada de varios paisanos en una casa particular, hombres todos ellos, en desacuerdo con el comité y más bien simpatizantes de la derecha que se encontraban allí porque junto a los Guardias de Asalto aquella noche tenían proyectado dar el golpe y terminar con aquel ensayo de autogestión con el cual no estaban de acuerdo porque dañaba sus intereses particulares.
Por mucho que esforzara mi cerebro no encontraría palabras para explicar el miedo que pasé aquella noche. Todas las vicisitudes que pasé en la guerra, en los campos de concentración y batallones de trabajo o la cárcel después de la guerra, fue un insignificante grano de arena comparado con lo de aquella noche. ¿Era miedo a morir?. No, el miedo a morir lo dejé en casa el día 20 de agosto de 1936, cuando me marche voluntario al frente de Aragón. Era Terror. Terror de pensar que no supiésemos entendernos y que no fuéramos capaces de evitar un enfrentamiento entre personas que habíamos nacido y vivido en el mismo pueblo. Terror de pensar que aquel enfrentamiento podía costar muchas víctimas que sumadas a las que ya había de los primeros días del levantamiento, nos podía situar en cabeza de muchos pueblos de España.
Cuando el Teniente, con sus dos guardias, llegó frente al edificio, sus primeras palabras fueron que abriera la puerta. Yo le contesté que abriría cuando retirase los guardias que estaban apostados en las puertas de las casas y que esto era lo mejor que podía hacer para evitar la masacre que se podía producir, puesto que todos ellos estaban encañonados y como se llegará a disparar un solo tiro nadie podría evitar el desastre para todos. Como contestación me dijo que si no abría la puerta, él mismo mandaría disparar. Fue entonces cuando los hombres que estaban apostados en los pisos y tejados gritaron: “¡no abras Valero, no. Aquí estamos nosotros, y si disparan los achicharraremos!”. Aquellas palabras tan despreciables por los violentas y sanguinarias que parecían, fueron la clave para evitar lo que yo ya consideraba inevitable.
El Teniente, al ver que en realidad estaban rodeados, retiró las fuerzas y vino a parlamentar. Lo hicimos en medio del paseo; entonces, me dijo que no tenía ningún interés particular en expulsarnos de Teléfonos ni de Telégrafos, sino que se trataba de una orden ministerial para terminar con aquella actitud revolucionaria, pero que había quedado muy defraudado con la actitud de quienes lo secundaban, que no eran otros que los grandes agricultores.
Nos despedimos y nos saludamos como si nada hubiese pasado; yo creo que muy satisfechos y convencidos de haber evitado lo peor.
Pero desgraciadamente no fue del todo así. Como todos los actos violentos, todas las guerras y revoluciones dejan huellas desgarradoras, y también este acto tenía que dejarlas, y al día siguiente uno de los hombres que habían subido al tejado fue hallado muerto en el patio de la casa que linda con el bar Victoria. Al parecer, piso un cristal instalado en el tejado a fin y efecto de dar luz a la escalera y cayó al patio, muriendo en el acto, aunque no fue hallado hasta el día siguiente.
Este compañero se llamaba Ramón Portolés Benedicto. Es una auténtica mentira que este señor portase un capazo con bombas, tal como ha escrito un pariente suyo en sus memorias, y mucho menos que estuviese esperando que saliesen del cine Victoria puesto que esa noche no hubo reunión en ese local. Cuando se escribe historia debe escribirse tal como es y no como tu desearías que fuera.
Después de aquellos acontecimientos las cosas fueron tomando otro cariz; se desató una continua represión contra las colectividades y las personas más representativas de aquel ensayo autogestionario, pues muchos de los grandes agricultores, que siempre habían simpatizado con las derechas, se afiliaron al Partido Comunista y , apoyados por la 27ª División, anteriormente denominada la Columna Carlos Marx, que en aquellas fechas instaló su cuartel general en Fraga. No pararon de presionar en contra de los que en los primeros días del Alzamiento salieron a la calle y que posiblemente con su actitud evitaron que las derechas se hicieran con el poder del pueblo, en favor de los sublevados.
De vuelta al frente
Con aquel estado de intranquilidad en el pueblo, pronto empezó a rumorearse que iban a llamar a filas a las quintas del 38 y el 39, y como no me gustaba acatar la disciplina militar, antes de que me llamasen por la quinta, me marché voluntario a la 28ª División 127 Brigada, que anteriormente había llevado el nombre de la Roja y Negra. En aquel momento, todas las fuerzas estaban ya militarizadas, pero los mandos de estas columnas habían sido todos milicianos voluntarios y, a pesar de los cargos que ostentaban, siempre se consideraron como un compañero más, sin pretensiones de mando, tratándonos siempre de tu a tu, desde el soldado al más alto cargo militar.
Es cierto que siempre hay excepciones, como el caso que me ocurrió a mi en el mes de diciembre de 1937, en un descanso en Albalate de Cinca. Como en el frente no practicábamos ninguna instrucción militar, aunque siempre obedecíamos las órdenes que nos daban, al llegar a Albalate de Cinca, en plan de descanso, al primer batallón nos trajeron dos tenientes de la Academia Militar para enseñarnos a hacer instrucción; en seguida nos reunimos en asamblea y acordamos que si nos mandaban hacer prácticas de guerra obedeceríamos, pero que si por el contrario nos mandaban “marcar el paso”, “arma sobre el hombro” o “en su lugar, descansen”, nos negaríamos a hacerlo por considerar que esto no tenía ninguna eficacia en la guerra o en el campo de batalla.
El lunes siguiente nos llevaron al campo de fútbol, el mismo campo de fútbol que hay en Albalate en el momento de escribir estas líneas, con la única diferencia que hoy lo tienen vallado y entonces no. Lo primero que nos mandaron fue formar en línea de a tres, luego nos mandaron “marcar el paso” y a continuación “alto y firme”, “apunten” y nuevamente “en su lugar, descanso”. Como nadie hacía ningún gesto de protesta, cuando nos volvieron a mandar firmes yo me quedé parado sin hacer ningún gesto, el Teniente se me acercó y me preguntó si estaba sordo; yo le dije que no, pero como lo que me mandaba en el frente no servía para nada, yo no quería hacerlo. El hombre, con una sonrisa ficticia me dijo que si no quería hacerlo me saliera de la fila y así lo hice. Luego dijo que si había alguien más que no quisiera hacer instrucción saliese, y con la más grande decepción de mi vida, vi como solo salieron dos más de la fila, cuando todo el batallón habíamos acordado negarnos a hacer aquellos ejercicios.
Al poco rato nos fuimos a pasear por el pueblo, pero pronto vino un soldado y nos dijo que nos presentáramos en el mando de la Brigada inmediatamente. Al llegar a la oficina nos recibió Máximo Franco, el que era jefe de la Brigada, y el mismo que al final de la guerra se suicidaría en el puerto de Alicante antes de entregarse a las fuerzas franquistas. Nos preguntó el porque de nuestra negativa a hacer instrucción, al decirle el porque, dijo que lo íbamos a discutir. Yo le pregunté si en plan de compañeros o de militares, y el me contesto que “nada de militares, aquí somos todos compañeros”, “pues en este caso te diré que me niego a aceptar la disciplina militar porque detesto a los militares” le expliqué. Luego me preguntó si había leído algo de la Revolución Rusa y le contesté que: ” Si, pero que si en España lo que intentamos es hacer una revolución al estilo ruso, yo prefiero retirarme del frente, porque para implantar una dictadura militar ya tuvimos suficiente con la de Primo de Rivera, aunque se la denomine Dictadura del Proletariado” .
Entre otras muchas cosas me dijo “Así, si te mandara hacer un paso ligero hasta Monzón, ¿qué harías?”, yo, le contesté que me negaría rotundamente, y dijo “¿y si pusiera dos guardias con dos caballos y un látigo cada uno y te emprendieran a latigazos?” mi respuesta fue que “Estarías abusando de unas estrellas que te dimos en nombre de todos los compañeros y de las cuales estás haciendo un mal uso”. Luego me dijo “¿Y si me quito las insignias y nos salimos a la calle y nos emprendemos a puñetazos, qué pasará?”. “Pues que cometeríamos el mismo error; que el más fuerte le pegaría al más débil”. Entonces dijo “basta, a callar”, y yo le dije: “cuando hemos entrado aquí te he preguntado cómo teníamos que hablar, como compañeros o como militares, y tú has contestado que nada de militares, aquí somos todos compañeros; yo como compañero ni me callo ni me callaré, porque tengo más razón que tú”. Entonces repitió: ” A callar, aquí somos militares”, me puse firmes y haciendo el saludo militar le dije “A sus órdenes, mi general”.
Llamó a un capitán que era de Mequinenza, e íntimo amigo mío, y le ordenó que cogiera un coche, dos soldados de escolta y que me condujera a Barbastro a la Caja de Reclutas y que con los informes que él le daría, que me juzgasen los militares.
Emprendimos la marcha, yo convencido de que iba a sufrir una condena, pero en lugar de a Barbastro me llevaron a Monzón, donde estaba el Mando de División. El jefe era Gregorio Jover, un destacado militante anarquista, conocido en todo el país por sus actos en defensa de los obreros y en contra de los burgueses.
Leído el informe me dijo que él, con una experiencia mucho más amplia que la mía por ser de mayor edad, siempre había detestado la disciplina militar, pero que las circunstancias actuales le habían obligado a aceptar aquel cargo militar, solo para ver si todos unidos podíamos lograr ganar la guerra, que muy difícil nos resultaría “solo por esta obsesión he aceptado llevar estas estrellas en la bocamanga de mi guerrera. Si tu te consideras tan fuerte y no quieres aceptarla, te voy a dar tres opciones y elige la que quieras: Primera, puedes volver a la Brigada, con la condición de aceptar y hacer lo que te manden. Segunda, si no estás de acuerdo te mandaré a la Caja de Reclutas, pero no olvides que los militares al recibir el informe te fusilaran sin ninguna clase de reparos. Tercera, si no quieres aceptar ninguna de las dos y no quieres participar en la guerra, ahora mismo puedo hacerte un pasaporte y puedes marcharte a Francia. Piénsalo y elige lo que quieras”.
Mi cerebro fue rápido en pensar lo que me convenía: “si voy a la Caja de Reclutas, es posible que me fusilen; si digo que me quiero marchar a Francia, me fusilaran ahora mismo por considerar que no quiero ayudar a ganar la guerra…” y acepté volverme a la Brigada porque pensé que si quería marcharme a Francia ya lo haría por mi cuenta y riesgo.
Al darle a conocer mi decisión, me entregó una carta cerrada para que se la entregase a Máximo Franco, y me dijo que cuando quisiera marcharme a Albalate había un coche a mi disposición; le dije que aquella noche la pasaría en Monzón ya que no conocía el pueblo.
Cené en el cuerpo de guardia y me marché a dar unas vueltas por el pueblo. Al entrar en un bar, lo primero que hice fue abrir la carta, a ver si ordenaba que me pusieran una sanción, y decía todo lo contrario: que cuando me incorporase que no me mandasen a la compañía sino que me pusieran en algún sitio de responsabilidad dentro de la Brigada.
Al llegar al Mando de Brigada, en seguida me comunicó que yo no tenía que ir a la compañía, yo insistí que quería ir al mismo sitio donde había estado antes, pero me dijo que no, que hacían falta hombres en puestos de responsabilidad y que yo era uno de los que tenía que ocuparlos.
Me dijo que tenía que estar en el Observatorio de la Brigada, pero un compañero y amigo mío que desempeñaba el cargo de teniente, me propuso que fuera a Transmisiones; dado que nuestra amistad era muy cordial, se lo pedí al jefe de Brigada, e inmediatamente me lo concedió, y allí estuve hasta el final de la guerra.
Durante mi estancia en Albalate ya no hice más instrucción, pero si prácticas de cómo se instalaba un teléfono, de tirar y recoger los hilos de las líneas, estudiar el alfabeto Morse y hacer prácticas para dar un parte de guerra con una bandera o con una linterna durante la noche… Todo ello de mucha utilidad en los momentos más difíciles.
A principios de febrero de 1938 nos trasladaron al frente de Teruel, donde unos días antes el enemigo había emprendido una fuerte batalla recuperando la capital que hacía un par de meses les había sido arrebatada por nuestras fuerzas.
Los ataques del enemigo eran muy fuertes, y durante el día procurábamos resistir, pero muchas noches teníamos que retroceder porque el enemigo había logrado romper las líneas por nuestra izquierda o nuestra derecha.
Los ataques cada día se endurecían más, hasta que no había manera de resistir el fuego del enemigo, con sus cañones y morteros, además de las rachas continuas de los cazas que volaban constantemente sobre nuestras cabezas, ametrallándonos sin cesar…. Nuestras defensas eran solamente utopía, no vimos un solo avión que nos protegierá de tal acecho, y por tales circunstancias pronto cundió el pánico entre nuestras filas, quedando a merced del sálvese quien pueda, huyendo desordenadamente hacia la retaguardia.
Casi siempre íbamos en cuadrilla más o menos numerosa, la mayoría conocidos de campaña, excepto algún que otro desertor que se sumaba al grupo.
Recuerdo, a pesar del tiempo transcurrido, que durante aquella fuga llegamos a un pueblo abandonado y destruido de antemano aquella misma tarde por la aviación alemana, cansados, maltrechos, agotados y hambrientos.
Tal era nuestro agotamiento que entramos en un almacén y nos quedamos dormidos sobre un montón de sacos vacíos. Serían las dos o las tres de la madrugada cuando me desperté por el ruido de unas ráfagas de ametralladora. Comprendí al instante que se trataba del enemigo que estaba encima nuestro. Después de rehacerme un poco de la sorpresa, me metí por un callejón que después de atravesar una viejos parajes me condujo a la orilla del río Guadalupe; lo atravesé sin dificultad y me interné en el monte. Aquel pueblo era Calanda de Alcañiz, junto a la carretera de Montalban hacia Teruel.
Allí cogimos un camión y fuimos hasta Cedrillas, que era el punto de encuentro de todos los descarriados de la desbandada. Allí nos organizamos y como hubo muchos desaparecidos, unos cogidos por el enemigo, otros muertos y algunos que se unieron a otras brigadas, estuvimos muchos días de descanso hasta que se completaron las bajas habidas mediante los nuevos reclutas de las quintas cuarenta y cuarenta y uno, que se habían incorporado a filas unos días antes.
Estuvimos haciendo maniobras y marchas por aquellos alrededores por espacio de unas tres semanas, hasta que el enemigo volvió a atacar por la parte de Aliaga, y nos llevaron para intentar contener la avalancha del enemigo por aquellos laberintos llenos de barrancos difíciles de controlar, muy cera de Villaroya de los Pirineos, donde pude presenciar el espíritu de destrucción y muerte de que estaban dotados algunos de los pilotos de la aviación enemiga.
En un momento se presentó una escuadrilla de cazas, vomitando plomo a diestro y siniestro; de pronto un grupo de jóvenes recién ingresados abandonaron unos matorrales donde estaban escondidos para irse a esconder tras unas grandes rocas en las que creyeron estar más resguardados de las mortíferas balas enemigas. Uno de los malvados pilotos se dio cuenta de cómo corrían, bajó a ras de tierra y los fue cazando uno a uno hasta que acabó con todo, y después soltó unas cajas de madera, como queriendo demostrar que les enviaba la mortaja; posiblemente era la caja de las bombas de mano que ya había terminado. Allí se quedaron los infelices, para ser pasto de quién sabe que clase de animales, como otros muchos que nunca se ha sabido donde sucumbieron.
Volvimos de nuevo hacia Cedrillas, pasando de largo en dirección a Teruel para ocupar posiciones en unos montes gélidos, rasos, denominados Castelfrío. Era casi mediados de mayo, los días once y doce concretamente, y la temperatura llegó a descender por debajo de los cero grados; algunos de los centinelas en vanguardia, obligados a no hacer movimiento alguno, tuvieron que ser relevados y evacuados para amputarles alguna de las extremidades a causa de la congelación.
Yo y mis compañeros de transmisiones estábamos bien resguardados de aquel intenso frío en una vaguada junto a un bien encendido fuego, aunque también prestábamos servicios en las líneas que enlazaban con el alto mando.
Fueron unos días terribles para nuestros combatientes en aquellos inhóspitos parajes, defendiendo el terreno palmo a palmo y dando réplica a algún que otro contraataque por sorpresa, a pesar de luchar en inferioridad de condiciones, tanto numéricamente como en material de guerra.
Nuestra gran preocupación era, en todo momento, visto el cariz que tomaba la situación, cómo podíamos eludir el cerco que el enemigo intentaba hacer a la 28ª División. Atacar de frente no era lo más indicado, y el enemigo siempre buscaba los flancos defendidos por fuerzas menos aguerridas y por tanto mucho más vulnerables. Durante aquellos tres largos meses que duró la táctica de nuevas posiciones, la mayor parte de los días encontraba a faltar caras conocidas, los unos compañeros del pueblo con los que un día salimos juntos de nuestras casas, tan optimistas y enteros, otros, amigos y conocidos de tiempo atrás… Como el tiempo apremiaba, a ninguno se le podía prestar los auxilios necesarios ni ceremonias de ninguna clase, solo desearles que la tierra les fuera leve.
Continuábamos cediendo terreno en dirección a la carretera Teruel-Sagunto, y el 25 de junio alcanzamos La Puebla de Valverde.
Se nos comunicó que teníamos un merecido descanso y que fuerzas de refresco ocuparían nuestra demarcación. Y así fue, en efecto. Mas para cubrir los cincuenta o sesenta kilómetros que distan hasta Montanejos, lugar que nos habían señalado como punto de referencia, tuvimos que salvarlos andando. De las carreteras que enlazaban para llegar al pueblo en cuestión, que se halla ubicado junto al río Mijares, en su curso medio, había que seguir por la General hasta cerca de Viver, donde enlaza la secundaria que conduce al lugar señalado como meta final. Como anécdota diré que durante el trayecto topamos con un rebaño de ganado lanar, hicimos buenas migas con el pastor que lo guiaba y aquél nos vendió un cordero que en plena naturaleza asamos y nos comimos, con lo que la caminata resultó menos penosa al poder reponer nuestras fuerzas.
Montanejos era un pueblo sumamente bonito y daba la impresión que en tiempos de paz sería alegre y bien cuidado, pues debía ser visitado por gente adinerada, ya que en sus inmediaciones, junto al río, había un yacimiento de fuentes termales de gran renombre que devolvían la salud a muchos enfermos.
Poco nos duró la dicha de aquel descanso en lugar tan apacible, porque a los cinco días de permanencia recibimos la orden de partir de nuevo para el frente de batalla, esta vez bien controlados en una caravana de camiones que nos dejaron en los alrededores de Sarrión, ocupando posiciones en los montes próximos. En nuestra sección nos ocupamos de instalar las líneas con la centralita bajo un puente del ferrocarril.
Por aquel entonces, ya se veía venir el fracaso de la respuesta que tan valientemente afrontó la clase antifascista española en contra de la insurrección franquista del 18 de julio de 1936; primero por el poco entendimiento entre los componentes del bando republicano, y luego, por el nacimiento del famoso Comité de No Intervención con la Gran Bretaña a la cabeza, que por miedo o poca precaución para afrontar la inminente Segunda Guerra Mundial que se avecinaba, dejaban jugar a los aliados del eje Roma-Berlín-Tokio a su antojo y conveniencia, obligando a que se retiraran los voluntarios extranjeros que combatían al lado de la República, y cerrando las fronteras de allende los Pirineos, congelando con estas medidas todo envío de material de guerra que países amigos querían hacernos llegar a través del territorio francés y que el Gobierno del país vecino se negó a transferir.
Con aquella nueva incorporación al frente, pronto nos dimos cuenta de que aquel sector de levante iba a estar de tanteo en tanteo por parte del enemigo hasta que este diese con el punto débil del mismo para irrumpir de un tirón hasta llegar a Valencia, meta que creía poder alcanzar a pasos agigantados.
Nos ocurrió así de momento y ojalá no hubiésemos sido tan incautos en fiarnos a última hora de las dulces promesas del General Franco y sus falsos colaboradores, cuando el objetivo de aquellos era que nos entregásemos mansamente como se hizo la siguiente primavera, para luego exterminarnos al igual que en los tiempos de la inquisición, agrupándonos en campos de concentración en donde éramos salvajemente maltratados y peor alimentados.
A medida que pasaban los días la atmósfera se hacía más tensa y todo hacía prever que algo fuerte se avecinaba. Un día aparecieron por poniente varias escuadrillas de aviones, de los denominados Junkers, de fabricación alemana y de los que hacía tanto uso el enemigo, que ya conocíamos por su ronroneo que ensordecía nuestros oídos. Cuando llegaron sobre nosotros, que ya creíamos que había llegado el fin de nuestros días, muchos perdieron la vida, entre ellos un compañero de Fraga. Después de marchar los aviones empezó a sonar la artillería durante media hora, y luego el ataque de la infantería que siempre nos resultaba más fácil de contrarrestar, aunque como no podían lograr los objetivos que tenían previstos no cesaban de acumular nuevo material de guerra.
Era el día 13 del mes de julio cuando todavía la aurora no daba señales de vida, nos iluminaron con un despertar estrepitoso. Desde el interior de una alcantarilla donde teníamos instalada la central telefónica, en las cercanías del pueblo de Sarrión, casi nos cegaba la vista un ininterrumpido relámpago que al mismo tiempo atronaba nuestros oídos y un zumbido continuo que pasaba por encima de nuestras cabezas. No había presenciado en todo lo que iba de guerra una batalla artillera de tal envergadura. El ataque en primer momento dirigía sus miras a inmovilizar y destruir, a ser posible, unas piezas de artillería pesada instaladas en un barranco tras el pueblo, y a fe que lo consiguieron, pues en toda la jornada dieron réplica ni siquiera señales de que existiesen
No tardaron en lanzar los carros de combate, seguidos de fuertes escuadrones de infantería, por unos flancos de nuestra derecha por lo que a las pocas horas las trincheras eran abandonadas y la desbandada hubiese sido general de no acudir la 28ª División a reforzar y elevar la moral de aquellos atemorizados defensores.
Todo el día estuvimos pendientes de los acontecimientos que se desarrollaban a nuestro alrededor, ya que de hecho parecía que estuviésemos metidos en el interior de un gran infierno, sin ninguna posibilidad de poder salir sin abrasarnos. Por fin, al anochecer, se nos notificó que teníamos el enemigo por los cuatro costados y solo un buen guía, conocedor del terreno podía sacarnos del cerco. Con gran cautela, sin cruzar ni una sola palabra ni permitir encender ni un solo cigarrillo, puesto que la lumbre por la noche es muy comprometedora, fuimos esquivando la herradura que nos envolvía hasta contactar con los puertos cerca de Los Masos de Albentosa, junto a la vía del ferrocarril. Ésta estaba formidablemente defendida por un compacto grupo de jóvenes valientes que conducían un tren blindado; protegido entre unos túneles que los accidentes del terreno permiten, el tendido de la vía discurre paralelo y muy cercano a la carretera por lo que la motorizada franquista se veía impotente para avanzar con la celeridad que anhelaba.
Sin embargo, apenas nos daba lugar a tender cable para instalar nuestra central telefónica, pues los repliegues, aunque cortos, eran intermitentes, con lo cual, los partes eran transmitidos verbalmente o a mano, por lo que practicábamos el enlace directo del mando de la brigada a los primeros puestos de la vanguardia. Pocos días después, caímos de nuevo en otra ratonera mucho mayor que la anterior, afectando el cerco a varias Divisiones bastante diezmadas por la larga resistencia que ya empezaba a pesar sobre sus hombros, entre ellas la famosa 40ª de Carabineros, muy temida por el enemigo por la tenaz resistencia que opuso en la defensa de Mora de Rubielos, que tantas y tantas bajas les infringió.
Partimos también de noche, saliendo de nuevo a la carretera cerca de Segorbe, ciudad que ya estaba abandonada por la población civil a causa de los despiadados bombardeos sufridos a diario; sus calles y estación de ferrocarril semidestruidas, despedían un hedor a carne humana calcinada bajo los escombros.
Acampamos agrupados cada seis u ocho individuos, esparcidos por la feraz huerta que se extiende por aquella hermosa vega que cobijada entre dos laderas de poca elevación abarca varios pueblos en su entorno. Como era completamente de noche y el cansancio era agotador, pronto me quedé dormido. Cuando me desperté me di cuenta de que estaba rodeado de árboles frutales, en su mayoría ciruelos rojos de gran tamaño, albaricoqueros también en plena madurez y hortalizas con muchos tomates, que nos produjeron a todos la mayor delicia, porque aquello era nuestro, ya que los dueños, los que con su esfuerzo cotidiano habían logrado aquellas variedades de frutas y hortalizas en el grado de madurez en que se hallaban, podían estar muy lejos, y algunos ya sin vida, entre los escombros de Segorbe, en el que por doquier imperaba la desolación y la muerte.
Al día siguiente, nos dieron orden de partir hacia Calles, un pequeño pueblo de la provincia de Valencia a unos 65 kilómetros de la capital en dirección norte por la carretera que une Lira con Ademuz.
Sobre las siete de la mañana de aquel 23 de julio de 1938, claro y diáfano, nos pusimos en movimiento todo un cuerpo del ejercito hacia los lugares indicados. Nosotros, como ya he indicado antes, teníamos como destino calles, y otras unidades, Aras de Puente y Chelva. La temperatura era ideal, propia de aquella época del año. Alegres y confiados como suele acontecer con los corazones jóvenes, de pronto vimos aparecer por oriente, procedentes del bando contrario, unos puntitos negros que se iban agrandando a medida que se iban acercando. Con el run-run que emitían sus motores, adivinamos que el enemigo era conocedor de aquella marcha indefensa y quería aprovecharse sembrando la desolación y la muerte como era habitual en su táctica de destrucción. Como un resorte, apareció por la parte de Valencia un enjambre de cazas aliados: ¡ Era el denominado Palomar de Negrín!, que no había hecho acto de presencia en los campos de batalla en toda la primavera.
Pues bien, al apercibirse de lo que se avecinaba, los aviones enemigos lanzaron su mortífera carga al azar mucho antes de lo previsto, volviendo grupas hacia sus bases como diciendo “sálvese quien pueda”. Sin embargo, media docena de cazas que iban de protección se vieron obligados a entablar un combate desigual que desde un principio tenían perdido.
Las maniobras que una lucha aérea lleva consigo, presenciadas desde una atalaya neutral son maravillosas de contemplar, con los zig-zag de los aviones por esquivar al contrario. Por espacio de media hora duró aquel duelo singular que terminó con la destrucción de los intrusos, pues el último que se resistía a entregarse fue emparedado entre dos para ser conducido como rehén al aeropuerto de Manises. El piloto, un teutón rubio, grande y gigantón, quiso por dos veces eludir a sus guardianes e intentó huir. Uno de ellos, adivinando sus intenciones y perdida la paciencia, sobrevoló por encima el avión y se lanzó en picado hasta provocar su derribo. Mientras, el piloto lanzado en su paracaídas fue ametrallado en su caída llegando al suelo ya cadáver.
Aquel fue, sin duda, el momento más emotivo en la tensión de mi participación en la Guerra Civil española, más aún por sabernos protegidos en un punto clave cuando carecíamos de toda defensa en aquel descampado.
Cuando todo quedó en silencio y los ánimos exaltados volvieron a sus cauces, proseguimos la marcha atravesando por su centro la extensa y bien cultivada vega en la que se asientan varios pueblos de importancia, entre ellos Segorbe y Alcublas, y siguiendo por la pendiente hasta coronar el puerto, donde hicimos alto para tomar provisiones y reponer nuevas fuerzas para luego seguir hasta Casinos, junto a la carretera que procede de Valencia, a 11 kilómetros al norte de Liria; nosotros habíamos de proseguir hasta Calles, distante todavía unos treinta kilómetros.
Como ya nos habíamos agrupado en pequeñas fracciones y teníamos plena autonomía para acudir a la cita en un día determinado, optamos por dirigirnos en sentido contrario, es decir, pernoctar en Liria, y de paso visitar la capital del Turia, ya que ninguno de los compañeros que íbamos juntos conocíamos los encantos ni bellezas que encerraba la cuna del prestigioso novelista Vicente Blasco Ibañez.
Llegamos al pueblo al atardecer, nos adentramos por una calle bastante empinada donde las mujeres formaban tertulias callejeras al estilo de mi pueblo antes del levantamiento fascista. Entablamos conversación con aquellas buenas gentes que al conocer nuestras intenciones y comprobar por nuestra indumentaria y aspecto físico de jóvenes inexpertos se apresuraron a ofrecernos alojamiento y a obsequiarnos con una suculenta cena en familia, como en los tiempos de paz en la casa paterna.
Guardo un grato recuerdo de aquella amable familia que nos cobijó tan desinteresadamente, pero los acontecimientos fueron tan adversos que no volví a pisar aquellas tierras hasta muchos años después de terminar la contienda y no pude averiguar el paradero de aquella amable familia .
A la mañana siguiente, una vez desayunados, tomamos el tren y nos fuimos hasta la capital levantina donde asistimos a una función de teatro que por aquel entonces estaba de estreno, la obra dramática “La Dolorosa” y un sainete muy divertido; ambas cosas me causaron muy buena impresión en aquellos incautos años verdes a mis espaldas.
Los componentes de la sección de transmisiones a la que yo pertenecía éramos todos conocidos y gozábamos de una autonomía ilimitada por lo que cuando habíamos de ser trasladados al frente, cerca o lejos, sabíamos de antemano el punto de referencia en el que debíamos aparcar, por lo que también gozábamos del privilegio de retrasar nuestra presencia, excepto en casos excepcionales o de suma urgencia, así que aquellas cortas vacaciones tomadas a nuestro libre albedrío, no alteraban el orden de las cosas y cuando llegamos al pueblecito en cuestión, ya teníamos reservado alojamiento en una casa-almacén junto a la carretera. Para llegar hasta las primeras casas de Calles había que vadear un pequeño riachuelo afluente del Turia que carecía de puente artificial que le permitiera estar más comunicado, ya que en las grandes crecidas el pueblo quedaba aislado del resto del mundo hasta que las aguas volvían a su cauce.
Permanecimos como destacados en aquella zona abrupta, semisalvaje, de la provincia de Valencia algo menos de un mes. Sus pobladores sencillos y poco ambiciosos se hacían muy solidarios con la mayoría de los nuestros, ya que su lengua, costumbres y manera de vivir eran muy similares a lo que yo estaba acostumbrado a ver en mi patria chica. Nos congratulaba deambular por aquellos contornos de extensos bosques de pinos y arbustos, propios de la zona mediterránea, hasta la orilla del Guadalaviar que, procedente de los montes Universales, al pasar por Teruel, cambia su nombre por el de Turia, sostén de la extensa y fértil vega valenciana.
Como todo lo bueno es efímero, así transcurrieron los días que permanecimos en aquel tranquilo rincón levantino en completo asueto, lejos de la intranquilidad que ofrecen los escenarios de la guerra. Más, sin previo aviso, una madrugada nos sorprendió un toque de “Generala” y seguidamente se presentó una densa caravana de camiones de transporte dispuestos a lo largo de la carretera para trasladarnos al frente de Extremadura. Poco antes del alba emprendimos otra de las grandes odiseas de varios centenares de kilómetros a recorrer.
Salimos en dirección a Valencia, pero al entrar en Liria dejamos la carretera principal y torcimos a la derecha por una secundaria hasta Chiva, en la nacional III, seguimos en dirección Madrid hasta Requena desde donde nos dirigimos a Albacete lugar donde hicimos una parada de una hora.
Nuevamente emprendimos la marcha hacia Manzanares. El corazón de La Mancha, como se llama a aquella extensa comarca por la que atravesamos, es una extensa llanura exenta de arbolado, donde los viñedos se suceden en campos interminables y el polvo de los caminos mal esfaltados en aquellos tiempos, daba un tinte ocre a su follaje. Sus pobladores, poco habituados a ver grandes movimientos de tropas por hallarse muy apartados de los frentes de operaciones, llevaban enmarcados en sus semblantes la candidez e inocencia de lo que se ventilaba en los escenarios de la guerra.
El itinerario a seguir hasta alcanzar Puebla de Alcocer, era: Socuéllamos, Munera, Ruidera, con sus renombradas Lagunas, origen del Guadiana, aunque el verdadero nacimiento de dicho río no es viable hasta cincuenta kilómetros más allá, hasta donde se supone discurre subterráneo muy cerca de Villarrubia de los Ojos, en el lugar denominado “los Ojos del Guadiana”, Alhambra, La Solana, Membrilla, Manzanares, Almagro, Ciudad Real y Almendralejos, todo en una jornada, y una distancia total de quinientos kilómetros. Hay que recordar que, tanto los medios de locomoción, como el estado de las carreteras no habían adquirido el grado de perfección de los años ochenta, momento en que relato estas memorias.
Como anécdota curiosa, es de hacer constar la buena acogida que nos dispensaban al paso de la caravana aquellas sencillas gentes manchegas, que salían al borde de la carretera ofreciéndonos quesos de grandes proporciones que alegremente nos lanzaban al interior de los vehículos junto con sabroso pan amasado por ellos mismos, y que nosotros acogíamos de muy buen grado.
En Almendralejos, distante solo diez kilómetros de Almadén, famosa ciudad por sus ricas minas de mercurio, solo permanecimos las pocas horas que restaban de la noche sin alejarnos de los camiones. Cuando levantó un poco el día, emprendimos de nuevo la marcha con una temperatura tórrida: las carreteras empeoraban a medida que penetrábamos en la provincia de Badajoz: el tópico era el polvo sahariano que nos cegaba los ojos al contacto del mismo. Por fin llegamos a los alrededores de Puebla de Alcocer donde acampamos en espera de órdenes superiores, ya que ignorábamos la distancia que nos separaba de la línea divisoria.
Pronto nos enteramos que aquel sector del frente de Extremadura estaba semiabandonado por ambos bandos y solo se notaba cierta actividad a lo largo de la vía férrea, concretamente en Cabeza de Buey, distante unos treinta kilómetros en dirección sur. Unos días para reponer y organizar las unidades y al amanecer del día veintiocho de agosto atravesamos el río Zujar, seco en aquella época del año, ya que en su origen no abundaban las nieves. En la vertiente sur se libraron pequeñas escaramuzas que no impidieron nuestro avance dirigido a cortar las comunicaciones a la altura de Helechal, nudo ferroviario vital para el enemigo, ya que de fructificar tal operación hubiese ocupado una zona de la retaguardia y dejado aisladas las fortificaciones de Sierra Trapera, objetivo que hubo de ser aplazado hasta finales del año.
Para llevar adelante este empeño, había que atravesar una gran llanura desierta, estéril y sin agua, de la cual, la poca que se encontraba cavando pozos de hallaba contaminada por la abundancia de insectos dañinos.
En pocos días las guarniciones quedaron menguadas en la mitad de los efectivos a causa del paludismo, enfermedad contagiosa que quitó la vida a muchos compañeros, en aquel desierto o en los hospitales de retaguardia, mal preparados para atajar aquella epidemia.
A causa de tal contrariedad hubo la necesidad de cambiar de táctica y estacionarnos en las laderas cercanas de Zarza Capilla , frente a Cabeza de Buey, y nunca más se hizo presión porque según suposiciones nuestras no se contaba con medios suficientes.
Pocos días después nos hicieron dar un nuevo rodeo por Almadén, Santa Eufemia, el Viso, y estacionarnos unos días en Hinojosa del Duque, donde fui protagonista de una verídica historieta que es factible en tiempo de guerra.
Empezaba a escasear el suministro primordial a nuestras unidades, mientras a nuestro alrededor había infinidad de rebaños de ovejas que pastaban a su libre albedrío custodiadas por pastores incautos y serviciales que al parecer esperaban ansiosos el retorno de sus dueños refugiados en la capital, Córdoba. Viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, unos cuantos amigos, seis en total, decidimos dar una batida a una de las corralizas aprovechando la oscuridad de la noche. Nos encaminamos a uno de los encierros que solo estaba rodeado por una red de una altura de un metro escaso. El rebaño carecía de esquila y por lo tanto ningún ruído estraño se percibía al encorrerlo para ser cazado. Sabíamos de antemano que no querían vender, más nosotros usábamos la estrategia de un comprador, más como la tensión iba en aumento y se habían dado casos de sustracciones de ganado,el mando del sector había ordenado que cada choza de pastores fuese custodiada por una pareja de militares.
Cuando comprendimos que todos dormían, tres de nosotros se acercaron a llamar al pastor de la cabaña con la artimaña de que les vendiesse un par de corderos. No hay que decir que cuando les abrieron la puerta les echaron con cajas destempladas, y se alejaron de allí potque los iban a poner de cara a la pared. Mientras los otros tres ya nos habíamos alejado todo lo que nos permitían nuestras piernas con un tierno cordero a las espaldas; hicimos unas buenas asadas al horno e invitamos a varios amigos, ya que al día siguiente teníamos que partir hacia el campo de batalla.
En la madrugada del 29 de diciembre de 1938, el ejercito republicano irrumpió en las primeras fortificaciones junto al ferrocarril, en las estribaciones de Sierra Trapera, cerca del pueblo de Valsequillo. Durante un par de horas las posiciones enemigas fueron sometidas a un duro bombardeo de fuego de artillería , hasta hace saltar en astillas los primeros parapetos que los Nacionalistas, atemorizados, abandonaron en franca desbandada. Como el camino quedó libre, aquella misma mañana penetramos por la brecha abierta hacia el interior de unas tierras que durante toda la guerra habían estado sometidas al régimen franquista.
Permanecimos en aquella bolsa que se llegó a penetrar más de cuarenta kilómetros hasta las cercanías de Ozuaga (Sevilla), aunque solo fue una trampa tendida por el enemigo o preparada por ciertas tendencias del bando republicano para eliminar fuerzas que, politicamente, no les eran muy gratas; entonces anduvimos pues de un lado para otro sin encontrar resistencia, y los pocos y pequeños pueblos de aquella zona se hallaban sin moradores. El terreno conquistado era de poco aprecio, a mi personalmente me pareció muy pobre y de menos importancia todavía. No fue más que uno de los últimos coletazos que los colaboradores del Dtr. Negrín presuntuosamente quisieron dar en su agonía, para mantener la moral en la retaguardía ya que los combatientes empezábamos a ver las cosas claras: no dudando que no tardaría en desmoronarse todo el complejo de aliados que tanta sangre había derramado para defender los derechos y que el fascismo era la negación de los mismos.
Recibimos órdenes para abandonar el territorio tan senzillamente conquistado, el día 25 de enero; todavía no se había cumplido un mes de la tan cacareada ofensiva, que el ejercito de Extremadura había llevado a cabo. Salimos por la misma brecha por la que penetramos, sin pena ni gloria, sin ser hostigados por el enemigo que aun conservaba las fortificaciones de la sierra que nunca abandonaron, y si no sufrimos un fuerte revés fue porque aquella zona era poco menos que interesante para ambos bandos.
La marcha se realizó aprovechando la oscuridad de la noche y una vez en campo abierto se ordenó una parada para reposar y descansar de la caminata. No había transcurrido una hora, hallandome sumergido en un arroyo que por allí discurría mansamente, cuando apareceieron por el noreste varias escuadrillas de Junkers alemanes que, sin protección alguna por nuestra parte bombardearon a placer causándonos cuantiosas pérdidas en hombres y material de toda índole.
Aquel fue el premio recibido por nuestra odisea en las postrimerías de la contienda, aunque todavía no sería el último, porque teníamos reservada la gran sorpresa de tener que enfrentarnos entre nosotros mismos. Ya no llegamos a pisar más un campo de batalla en lo que restaba de guerra y la sicosis de paz que había empezado a circular entre las tropas para deponer las armas en igualdad de condiciones, había sentado como un sedante que hacía albergar la esperanza de reunirnos pronto con los seres más queridos, muchos de los cuales se hallaban exiliados allende los Pirineos, mientras otros habían dejado de existir. Los más concienciados de entre nosotros, presintíamos que aquella paz era un engaño.
La peor guerra
Pronto pudimos comprobar que todas aquellas promesas eran un perfecto engaño… Pueril ironia. Aquellos estaban poseidos de un odio feroz, sedientos de sangre, fuesen o no culpables de las denuncias que se les imputaba, como pude comprobar en el momento en que decidimos y nos entregamos indefensos, como corderos llevados al matadero. De esto hablaré más adelante.
Después de que los pájaros malditos se alejaron, nos reagrupamos de nuevo, y fuimos subiendo a los camiones que iban llegando para ser trasladados a Alamillo, a diez kilómetros de Almadén y a dos de la estación ferroviaria de Chillón.
El pueblecito en cuestión no albergaría en tiempos de paz más de cuatrocientos habitantes. Como los jóvenes habían sido llamados a filas no se veían más que chiquillos y ancianos, salv algún enfermo de silicosis, enfermedad pulmonar ocasionada por el contacto con los residuos de mercurio, que los trabajadores de las mínas de Almadén eran propensos a padecer, tras el trabajo de extracción de dicho material. Además, los habitantes de aquellas comarcas, también estaban viciados a consumir en toda comida guindilla picante y tanto hombres como mujeres se veían aquejados del estómago y con ello personas que no tenían más allá de cuarenta años parecía se hallaban en los albores de la senectud.
Un caso curioso nos llamaba a diario la atención a todos los forasteros. Todas las mañanas, las amas de casa abrian las puertas de las casas y al son de una llamada de un zagal de once o doce años, que hacía sonar muy habilmente un cuerno de buey, la calle se veía invadida por un rebaño de aquellos animales que tan sabrosos jamones ofrecen, y saltando alegremente se alejaban a pastar bajo las enzinas cuyo fruto era el más apreciado por el ganado porcino. Por las tardes, cuando llegaban a las primeras casas del poblado, cada animal entraba en su propia casa sin equivocaión alguna.
El suministro iba de mal en peor cada día que pasaba y los saboteadores de la Quinta Columna se dejaban sentir en varios aspectos. Hasta el punto de que un tren de mercancias compuesto de varias unidades, con un cargamento de naranjas para ser distribuidas entre los combatientes, se hallaba estacionado en la estación de Chillón desede hacía tanto tiempo que por debajo de los vagones goteaba el fruto descompuesto ya en su interior. Era todavía más incomprensible que aquel convoy fuera custodiado por una guarnición del ejercito que no dejaba que nadie se acercase a sus alrededores.
Una noche decidimos intentar el asedio a dicho tren, y sigilosamente, andubimos los dos kilómetros que nos separaban des de el pueblo a la estación del ferrocarril, y logramos hacernos con una bolsa de doradas mandarinas. De pronto, oímos el zumbido de los motores de un avión de reconocimiento al que denominábamos “la Pava”, salimos corriendo hacia el campo abierto y no habíamos corrido cien metros cuando estallaron un par de pequeñas bombas que no dieron en el blanco pero que nos impresionaron hasta el punto que no dejamos de correr hasta llegar de nuevo a Alamillo.
Algo más de un mes estuvimos acantonados en aquellos lugares siempre aguardando ordenes superiores para acudir al puesto del frente más vulnerable. Por fin, una noche partimos sin rumbo fijo. En la estación más próxima esperaba un largo tren, que una vez formalizadas las diligencias se puso en movimiento hacia Ciudad Real, la cual rebasamos, no parando hasta llegar a Mora de Toledo, importante población de la provincia del mismo nombre. Nos apeamos en la citada estación y en marcha atlética nos dirigimos a Orgaz distante unos seis kilómetros, cabeza de partido pero con menor grado de desarrollo que Mora.
El movimiento de aquellas fuerzas confederadas no era otro que acercarnos a la capital de España, donde la atmosfera se iba enrareciendo entre las diversas tendencias de los combatientes del sector Centro, en particular entre los dirigentes del Partido Comunista y los mandos del ejercito a cuyo frente se hallaban Miaja y Casado respectivamente. Dichos militares, viendose acorralados por grupos hostiles a sus órdenes reclamaron con urgencia refuerzos y en este caso tocó en suerte acudir a la 28ª División a la cual pertenecía.
Cinco días permanecimos en aquella población toledana, al cabo de los cuales nos embarcaron de nuevo en un convoy por carretera cuyo destino, en un principio era Loeches, pero no descendimos de los camiones hasta alcanzar la Nacional II, en las cercanías de Torrejón de Ardoz a unos catorce kilómetros del centro de Madrid.
La ruta que seguimos fue: Mora, con sus extenasa plantaciones de olivos centenarios; Tembleque, de cariz pardo o de yeso; Ocaña, tristemente célebre por su vetusto penal cuyos muros lo bordeaban; Chinchón, que también nos llamó la atención por sus cabernas troglodítas todavía habitadas por familias humildes; Colmenar de Oreja y otras muchas poblaciones a las cuales no prestamos mucha atención por nuestra preocupación por lo que nos esperaba en las siguientes jornadas. Tales acontecimientos se desarrollaron durante los primeros días del mes de marzo de 1939.
Fuimos recibidos con gran alborozo por una parte, más un sector de descontentos se había apoderado de la entrada por la carretera de Aragón y se hallaban apostados junto al puente de San Fernando, en el río Jarama, donde se hicieron fuertes causandonos algunas bajas. Ante nuestra superioridad de medios de combate se replegaron hacia el imterior de la gran urbe desde donde todavía nos lanzaron fuego de cañon, el que causó la muerte a otro de los compañeros que íbamos del pueblo de Fraga.
Por fin, todo quedó en silencio y nos establecimos en uno de los arrabales de Madrid: Hortaleza.
La guerra ya estaba sentenciada, pero todavía hubo quien pagó con su vida los últimos coletazos de la contienda; ciegos unos, y otros obsesionados por el afan de dominación, en aras de un ideal que cada cual creía era el más perfecto.
De estas y otras desavenencias se aprovechó el enemigo que supo sacar partido total hasta convencer al mundo irreal de aquella época de que solamente el franquismo sería capaz de hacer resurgir de sus cenizas al maltrecho e irrazonable pueblo español. ¿A qué precio?. Los historiadores neutrales, si de verdad quieren indagar sobre lo acaecido en la Guerra Civil española tienen campo suficiente ya que en la década de los ochenta todavía quedábamos infinidad de supervivientes de la cruenta represión que se llevó a cabo contra los que tan honesta y desinteresadamente entregaron las armas en los últimos días de marzo de 1939.
Creyendo que la carretera estaba libre, ya que de momento solo llegaban algunos proyectiles disparados de puntos aislados de la capital, las tropas, un poco precavidas emprendieron la marcha, más al penetrar en el puente de San Fernando fueron saludados con un nutrido fuego graneado de fusil y ametralladora desde la orilla opuesta del río. Hubo que librar una pequeña batalla tras la cual uieron los sublevados pero dejando sobre el pavimento del citado puente cierto número de compañeros muertos o heridos como colofón de un mal entendimiento entre los mismos componentes de una causa que por espacio de casi tres años habíamos defendido conjuntamente.
La Villa del Oso y del Madroño, aun con el anillo que la aprisonaba en sus dos tercios, por la presión del enemigo y vulnerable al fuego de su artillería, se desenvolvía normalmente en sus varias actividades de la vida social.
Cuando las armas enmudecieron fuimos acercándonos hasta llegar al Cuartel General de Centro instalado en una suntuosa finca bien protegido, con cómodos y seguros refugios subteranios. Pude descender a uno de ellos, a varios metros de profundidad, y su túnel de cemento armado era digno de admirar en aquellos tiempos.
Pocos días después se nos asignó el punto definitivo, situado en el barrio de Hortaleza al nordeste de Madrid, no lejos de lo que hoy es el grandioso complejo de Barajas, primera arteria nacional de navegación aérea que irradia hacia todos los puntos del globo.
La calma se generalizo en todos los frentes. Desde mediados de marzo, Madrid presentaba un aspecto de ciudad tranquila y abierta, solo agitada en momentos de tensión por la aparición de algún que otro avión del bando enemigo que tenía deseos de cautibar a la población civil ya que se recreaban lanzando en oleadas succesivas sacos de pan, aunque en la zona nacional se formaran largas colas de mujeres y niños para poder alcanzar unos mendrugos. La estrategia daría óptimos resultados en aquellos momentos en que el deseo de paz iba creiendo en toda la zona republicana.
La impresión que me causó la gra urbe fue la que siente un niño que sin darse cuenta se ve inmerso en la pubertad y todo cuanto le rodea le parece extaño. No tardé en familiarizarme con el rodar de las gentes, aunque en todo momento me aparte del engaño que una ciudad cosmopolita lleva consigo. No acababa de encajar y nunca me pesó dejar de familiarizarme con aquellos individuos hipócritas y depravados que suelen ser tan corrientes en una convulsión como la que estábamos padeciendo, depravadora de por si de todas las facetas sociales y que a la postre acaban arrastrando hacia el abismo a tantos seres inocentes procedentes del terruño o pequeños nucleos de población.
Aunque el acantonamiento estaba lejos del centro, cada día, utilizando los transportes urbanos, los tranvías o el Metropolitano, nos llegábamos hasta la Puerta del Sol, lugar de concentración y distribución hacia las principales arterias y lugares de recreo, teatros pricipalmente, donde se exhibían revistas tan embaucadoras para los corazones jóvenes que sin darnos cuenta transcurría la jornada y salíamos disparados hacia la base.
Así transcurrieron los días hasta llegar el 28 de marzo en que se precipitaron los acontecimientos con el derrumbamiento total del bando republicano, para ser entregados como corderos a los respectivos mataderos del fascismo internacional. Porque, sepan los que tengan el honor de reapasar con detenimiento estas memorias verídicas en todo su contenido, sean hijos o nietos o allegados a mi persona, que la Guerra Civil española no la ganó el General Franco, sino que se la sirvierón en bandeja Hitler y Musolini, con el vistobueno de las democracias occidentales y también de Rusia.
Y… llegó la “paz”
Los voluntarios extranjeros del ejército republicano habían retornado a sus países desde hacía mucho tiempo. Sin embargo las Legiones del bando Nacional, como la División Litorio y similares, fueron las primeras en ocupar el territorio. A partir del 29 de marzo de 1939 se dedicaron a realizar el gran paseo militar que empezando en Madrid siguió hacia Valencia, Alicante y Murcia, cuyas rutas habían quedado expeditas.
Esta ocupación quedó empañada por un mar de sangre y lágrimas, porque los militares franquistas con su jefe a la cabeza, faltaron a su palabra de dejar abandonar el país a todo aquel que no estuviese de acuerdo con sus convicciones. Además, una vez nos tuvieron en su poder, obraron despiadadamente internándonos primero en inhumanos campos de concentración, más tarde en todavía más inhumanas prisiones y finalmente incoando a los vencido Consejos de Guerra Sumarísimo por “auxilio a la rebelión”, cuando el promotor de la cruel y exterminadora contienda fue el bando que se proclamó vencedor.
Desde los primeros días de nuestra llegada a Madrid, corría el rumor de que una delegación republicana, con Don Julián Besteiro como primer mediador (hombre sumamente moderado y de mejor corazón), se había trasladado a Burgos, para negociar una paz honrosa. Con esa convicción regresaron al punto de partida en que dieron cuenta de sus gestiones a los diferentes mandos de todas las unidades.
Según manifestaron, habían acordado i firmado una paz honrosa en la que no hubiese ni vencidos ni vencedores, y el que no quisiera convivir con el nueevo Regimen podría marcharse al extrangero sin ninguna dificultad. Para tal fin, los puertos de Valencia y Alicante se considerarian puertos francos mientras hubiese una sola persona que quisiera exiliarse.
Yo y muchos amigos de Fraga y otros pueblos de la provincia de Huesca, aquella misma tarde cogimos un camión y nos desplazamos hacia Valencia donde tuvimos la primera decepción ya que el puerto había sido cerrado a la navegación, al parecer para que no se infiltrase ningún emigrante.
Como una riada humana nos desplazamos hacia Alicante. Era enorme, pero se acrecentó mucho más al llegar a dicho puerto.
Los dos primeros días se pasaron con impaciencia, pero con la ilusión de poder ver realizado nuestro propósito. Cual no sería nuestra sorpresa, al tercer día, al ver que unos militares italianos, según ellos pertenecientes a la Divisió Litorio, emplazaron sendos cañones y armas automáticas cara a los ocupantes del puerto. Acto seguido, por mediación de unos altavoces, nos exigían desalojar el puerto, de lo contrario harían uso de las armas. La incertidumbre fue tan grande que algunos se quitaron la vida antes de sucumbir.
Los valientes soldados del Duce, a los que en Guadalajara un albañil llamado Cipriano Mera había hecho perder los pantalones, se entretenían lanzando por encima de nuestras cabezas cerradas ráfagas de ametralladora que iban a parar al mar; de vez en cuando un morterazo tirado a bocajarro ronroneaba en el aire en inútil y estúpido vuelo.
Transcurrieron varias horas, haciendo caso omiso de las amenazas, hasta que al fin el pánico predominó y sucumbimos incondicionalmente a su antojo.
Formados en enormes fílas nos trasladaron hasta las afueras de la capital, por la carretera de Valencia y en un enorme campo de almendros nos dejaron, siempre vigilados por los “ángeles de la guarda”. Antes de mediodía no quedaría en todos aquellos centenares de árboles ni una sola hoja ni una sola corteza. Las hojas de almendro son difíciles de tragar, hasta para unos miles de hombres que llevaban cuatro días y cuatro noches sin comer. Pero nos las comimos.
Al tercer día de estar en dicho campo, nos trasladaron hasta la plaza de toros, donde hicieron entrar algunos miles de aquellos desauciados seres humanos; cuando a pesar de los grandes empujones no cupieron más en dicha plaza, al resto, mucho más numeroso, nos llevaron hasta la estación del ferocarril y montados en sendos vagones de mercancias como si fuesemos ganado nos encontrados al cabo de dos horas en el famoso campo de Albatera, a 35 kilómetros de distancia de Alicante.
El Campo de Albatera
Para albergar a esta gente se montaron unas alambradas de unos 100X200 m. Y se construyeron unos barracones de madera con una capacidad para 100 personas. El resto dormimos dos meses a la intemperie; los cinco meses restantes, montaron tiendas de campaña que, por lo menos durante el día, ya te guardaban del sol, y durante la noche de la humedad.
La ración de comida, durante los dos primeros meses, fue desastrosa, pues se componía de un pan, el denominado “chusco”, de 500 gr. para cada cinco personas y una lata de sardinas de 200 gr. para cada uno.
Los tres primeros días de internamiento no tuvimos ni una gota de agua, y al cuarto día, al entrar el primer camión cisterna, centenares de seres sedientos, provistos de latas y algunas cantimploras, nos abalanzamos sobre la cisterna y los ángeles de la guarda provistos de sus largas porras, se lanzaron contra nosotros, pegándonos a diestro y siniestro; el agua se derramó por el suelo, y nosotros en lugar de poder saciar la sed, salimos con el cuerpo ensangrentado.
El cristianismo de aquellos hombres quedaba a flor de piel, estaba bien patente su actitud. Cristo no había pasado más allá de la crucecita que llevaban pendiendo del cuello.
Pero como ellos tenían su sacerdote, era tanto como decir que los atropellos los abusos de fuerza y las violencias que ejercieran, previamente ya habían sido perdonados.
Como había varios reclusos de aquellos pueblos vecinos, los familiares venían a visitarles, aunque solo dejaban verlos a varios metros de la puerta. Todos iban provistos de bolsas que contenían alimentos, los guardianes les obligaban a depositarlos en un montón con la explicación de que ya serían entregados a sus respectivos nombres. Una vez terminadas las visitas, los desparramaban por el suelo y sobre los reclusos que, hambrientos, se lanzaban como leones hacia el fruto prohibido, pisoteándose entre ellos, lo cual facilitaba la labor de aquellos desalmados guardianes que, sin compasión , empezaban a repartir porrazos a diestro y siniestro, hasta desalojar a punta de látigo la zona invadida.
La verdad es que no existía entre los soldados que nos vigilaban y nosotros el menor diálogo. Si alguno esporádicamente se producía, era para llevar a cabo provechosas transacciones comerciales. Por tres duros de plata, los valerosos soldados nos vendían graciosamente un haz de alfalfa, cincuenta o sesenta briznas de hierba con que matar el hambre aquel día.
Cuando tenían ganas de reírse, desparramaban un poco por el suelo; muchos de aquellos seres hambrientos se lanzaban a ver quien tenía la suerte de poder coger parte de aquel puñado de alfalfa, que a pesar del mal gusto que tenía, representaba un manjar para el afortunado.
La fuerza mora
Cuando habían transcurrido dos meses, en este estado de desesperación, un buen día se presentó un señor que se dijo que era jefe supremo de los campos de concentración y batallones de trabajadores de toda España.
Desde lo alto de una garita de los guardias, y provisto de un altavoz, nos pronunció un largo discurso que muchos no pudieron terminar de escuchar porque caían desmayados.
Podría relatar todo lo que dijo, porque lo tengo grabado en la memoria palabra por palabra, pero solo voy a narrar las cuatro palabras que considero más moderadas: “en vista de que habéis abusado de la benevolencia de los españoles, os voy a traer fuerza mora, para que sepáis lo que es padecer”.
Sólo habían transcurrido cinco días cuando ya llegaron los nuevos ángeles de la guarda. Durante los primeros días, cuantas veces repetimos “ojalá los hubiesen traído dos meses antes y no hubiésemos tenido que soportar tantas humillaciones”.
Pero pronto llegó la decepción. Si los dos primeros meses fueron un auténtico calvario por los malos tratos, después, los norteafricanos, siempre al acecho de poder recibir alguna recompensa si algún prisionero era sorprendido infraganti, no paraban de provocar por ver si alguien picaba en el anzuelo.
Como mis padres estaban en Francia, yo no recibía ninguna ayuda de nadie, así que llegué a un estado de debilidad, que cuando estaba acostado y quería levantarme, primero tenía que ponerme sentado, y después arrodillado y finalmente intentaba levantarme, algunas veces lo conseguía, pero otras volvía a caerme al suelo y entonces estaba un par de horas sin volverlo a intentar.
Un íntimo amigo mío, que había sido nombrado encargado de la limpieza del campo, conocedor de mi estado físico, me apuntó al grupo de limpieza. El ya sabía que yo no podía trabajar, pero por el hecho de pertenecer al grupo ya me daban un cazo de comida caliente, unos días arroz, otros lentejas, con lo cual pude ir recuperando fuerzas y empezar a trabajar junto al resto del grupo.
Yo creo que gracias a la acción de aquel compañero, hoy puedo escribir estas memorias.
Cuando nos trajeron a los moros de guardianes, los primeros días les teníamos mucho miedo, ya que nos advirtieron que nos traían fuerza mora para que supiésemos lo que era padecer. en seguida nos dimos cuenta que su comportamiento era más correcto que el de los españoles.
Las basuras que sacábamos del campo, las íbamos a tirar al margen de un campo plantado de árboles frutales, de los denominados granados. Salíamos del campo tres o cuatro reclusos, con una carretilla cada uno y un soldado de guardia, que nos acompañaba hasta el lugar de destino. A medida que pasaban los días les fuimos tomando confianza, hasta el extremo que un día me atreví a pedirle que nos dejara coger unas granadas de aquellos robustos árboles. El guardia, haciéndose cargo de nuestra situación nos lo autorizó y nosotros empezamos a coger de aquel maravilloso fruto. De repente se presentó un señor que dijo ser el dueño de aquellas tierras y sin más explicaciones nos dijo que nos acompañaría hasta el campo para explicarle al jefe lo que estábamos haciendo. Yo le dije que por favor, que no lo hiciera por que nos matarían a golpes, que pidiera lo que quisiera por el fruto que habíamos cogido y se lo pagaríamos cuando volviéramos a salir. Pero el hombre no quería saber nada, alegando que sería la única manera de terminarlo y de que aquello no volviera a ocurrir más. Nosotros le pedimos toda clase de disculpas, haciéndole ver que nos condujo a ello el hambre que teníamos acumulada, pero el hombre no se dejó convencer. Yo me miraba al guardia como pidiéndole clemencia, pero él solo escuchaba y no decía nada; al fin, viendo que con nuestros ruegos no podíamos convencer a aquel individuo, intervino él con las siguientes palabras: “Oye, hijo de mala madre, ¿no te daría vergüenza ver que por una simples granadas mataban a cuatro paisanos tuyos, y a mi, que también me matarían por autorizarles? Ten en cuenta que si esto ocurre, mis compañeros te matarán a ti pero antes de matarte te sacarán los huesos uno por uno, que es lo mínimo que te mereces”.
Aquellas palabras profundizaron tanto en la mente de aquel hombre que dijo, “marchaos y llevaos el fruto que habeis cogido pero prometedme que no cogeréis más”. Se lo prometimos, y lo cumplimos, pero las gracias se las debemos a la actitud de aquel Mohamed, que a todos nos dio una lección de valentía y humanismo.
Entre los muchos insultos que teníamos que soportar, tanto de los guardia como de sus superiores, el más frecuente era la frase “Rojos criminales, que todos tenéis las manos manchadas de sangre”.
Es cierto que la gran mayoría habíamos tenido las manos manchadas de sangre, pero era como consecuencia de los callos ocasionados por las herramientas de trabajo, que a los once años, en lugar de estar en la escuela, ya teníamos que utilizar, bien como rabadanes o en la agricultura, para ganar treinta pesetas al mes y un mendrugo de pan y una sardina para desayunar, cosa normal de aquellos tiempos.
Así transcurrieron siete meses. En este estado de desesperación, muchos murieron de enfermedades consecuencia de la mala alimentación, otros fueron trasladados a cárceles de sus respectivas provincias, otros salieron en libertad.
También los hubo que, a sabiendas de que ponían en riesgo su propia vida, intentaron fugarse; de algunos con mucha suerte recibíamos noticias desde Francia al cabo de un tiempo. Otros no fueron tan afortunados, los cogieron y a la madrugada del día siguiente, los fusilaron en presencia de todos los demás reclusos.
En estas circunstancias llegamos a últimos del mes de octubre, y un buen día, con mucha sorpresa para nosotros, nos dicen que el campo iba a ser disuelto y que seríamos trasladados a Bétera, provincia de Valencia.
Porta Coeli
Hasta dicho pueblo nos llevaron en ferrocarril, después formados en filas de a tres, nos llevaron hasta el pié de una enorme montaña donde había un magnífico edificio denominado Porta Coeli. Este edificio se había construido durante el mandato del Gobierno de la república, como sanatorio para tuberculosos, enfermedad muy conocida y muy arraigada en aquellos tiempos.
Al atardecer de un 27 de octubre, llegamos a Porta Coeli, donde fuimos recibidos amigablemente por muchos conocidos de antaño de los que en la huida final nos habíamos separado; pero todos habíamos caído en la misma ratonera y el fatal destino hizo que nos juntáramos de nuevo. Sin embargo, la dirección de aquel Centro Penitenciario no nos miraba con tan buenos ojos, en particular el capellán del mismo. Dicho sacerdote, ostentaba visiblemente las insignias de comandante del Ejército de Tierra y ejercía el total control en la entrada y salida de reclusos del establecimiento, y los recursos que aquellos pudiesen recibir del exterior.
La maldad y el desprecio que caracterizaban a aquel hombre hacia sus semejantes, era tal que lo primero que se le ocurrió fue cortar de raso la entrada de paquetes que contenían comida dirigida a los presos. Cono había en Correos varios envíos hacia el otro campo, todos fueron transferidos a Porta Coeli.. Así como iban llegando los abrían indiscriminadamente apartando si contenían alguna ropa, llamaban al interesado para hacerle entrega de la misma y lo demás comestible lo almacenaban en un departamento para obras benéficas, según versiones.
No quiere decir esto que la población reclusa fuera normal ni mucho menos suficientemente cubierta en sus más perentorias necesidades, pues el aspecto físico de los no agraciados por la suerte en no recibir ayuda de nadie era sumamente esquelético; se lanzaban como perros hambrientos al montón de escombros que los encargados de la limpieza almacenaban en un sitio determinado, y la enfermería y el coche funerario eran su último recurso.
Mis padres recién llegados del exilio, me mandaron dos paquetes de a kilo, que era el máximo peso que permitían; me llamaron para ir a recogerlos; extendido el contenido encima de una mesa me hizo firmar en un libro y, al ir a recogerlo me dijo que ya podía marcharme, que aquello se quedaba allí. Yo pegué un zarpazo, cogí un puñado de higos secos, corrí hacia la puerta y el hombre no me dijo nada.
Como anecdótico, curioso pero verídico, voy a recordar un caso. Llamaron a dos amigos íntimos entre sí y amigos míos también, a los que se les denominaba los dos hermanos, cuyos nombres era Ramón Moragas y Santiago Menén, Ramón superviviente en el momento de redactar estas memorias, en mayo de 1989.
El “santo” sacerdote, hizo que se presentasen ante él en su habitual almacén de género requisado. Con toda la hipocresía que puede caracterizar a un ser humano, les dijo: ” Veo que sois de Fraga, famosa por sus higos, de renombre universal, y como os han llegado un paquetitos cuyo contenido es el preciado fruto, dejo que comáis un par de ellos ante mi presencia, sentados sobre estos taburetes”.
Los dos amigos, se miraron indecisos e intentaron hacer lo que el señor cura les indicaba, con tal mala fortuna que al apoyarse en el mencionado asiento, este se encogió plegándose como si fuese un acordeón y fueron a dar con el trasero en el suelo. El jefe se encolerizó, echando de allí a los dos, a puntapiés, sin dejarles probar bocado y además maltratados como perros sarnosos.
El “santo” sacerdote todos los días festivos celebraba la misa al aire libre; él, desde lo alto de un balcón y provisto de un altavoz, y nosotros en una gran explanada en frente de la puerta principal a donde el resto de la semana no teníamos acceso ya que teníamos la salida por la puerta trasera.
El primer domingo que nos encontrábamos en el campo, después de la “santa misa”, empezó lo que suelen llamar “Homilía”; entre los muchos insultos que tuvimos que aguantar voy a narrar los más despiadados:
“Vosotros, hijos de malas madres, Rojos degenerados, vosotros que estáis casados por las calles con unas mujeres cualquiera, con unas prostitutas, y si hay alguien que no lo entienda, con unas putas; tened en cuenta que habeis caído en un pozo tan hondo que hasta la fecha no hay fábricas que fabriquen cuerdas lo suficientemente largas para sacaros”.
Cuando terminó, a los compañeros veteranos de aquel campo les dije: “¿Pero este salvaje habrá dirigido estos insultos para los nuevos reclusos?”. Me contestaron que aquel día no era nada comparado con otros domingos, que los tenía dos o tres horas, siempre procurando que el último insulto fuese más gordo que todos los demás.
La ración de comida, era muy superior que la de Albatera. Aquí todos los días, para desayunar, te daban un cazo de café con leche, que ni era café ni era leche, pero al menos calentaba el cuerpo. A mediodía te daban un cocido de garbanzos, otros días lentejas, que aunque estaban muy claras, comparado con lo anterior, nos parecía un auténtico manjar. Por la noche un plato de verdura, bien fuera col o acelgas, que nos parecía bastante bien pero que con el hambre que teníamos acumulada resultaba insuficiente.
La prueba es que un día, un conocido y amigo mío con el que estábamos ya en el otro campo, después de comerse la ración, se puso nuevamente en la cola. Un sargento se dio cuenta y no le dijo nada hasta que llegó frente a la caldera en que un cocinero repartía el rancho. Entonces le dijo, “tu ya has cogido rancho una vez”, el chico no supo negarlo. Entonces le preguntó porque lo había hecho y él le contesto que porque tenía hambre. Le ordenó al cocinero que le llenase el plato de garbanzos pero sin nada de caldo; se los comió y le volvió a llenar el plato; al terminárselo le preguntó que tal se encontraba, y el recluso contestó que ya estaba satisfecho, que ya no podía comer más. Fue entonces cuando le dijo “pues ahora es cuando vas a empezar a comer”. Le hizo llenar el plato y se lo hizo comer, luego se lo volvió a llenar; el hombre decía que no podía más pero el sargento a fuerza de latigazos lo hacía comer. Tanto fue así que aquella misma tarde murió en la enfermería, y al día siguiente nos lo pusieron en la puerta de salida donde íbamos a tomar el desayuno. PARA QUE TOMÁSEMOS EJEMPLO DE LO QUE NOS ESPERABA EN CASO DE COLARNOS.
Justamente llevaba cuarenta días, cuando me llamaron a la oficina y me comunicaron, que como no tenía denuncias de ninguna clase me mandaban a Madrid, a un batallón de trabajadores, ya que allí solo se quedarían los que habían de pasar a ser juzgados por el Tribunal Militar. Y efectivamente, a los tres días, nos trasladaron a unos trescientos reclusos hasta la estación de Atocha de Madrid. Nos internaron en un magnífico edificio, que anteriormente había sido destinado a escuela de bachillerato, al cual se denominaba Centro de Unamuno.
El primer batallón de trabajadores
A los dos días nos llevaron a trabajar al barrio de Cuatro Caminos, donde se estaba construyendo gran cantidad de casas de planta baja; los rumores, quizá imaginarios, afirmaban que se trataba de un campo de concentración; lo cierto es que aún existen algunos de dichos edificios. Allí el trabajo era muy normalizado, se trabajaba pero sin atropellar a nadie; yo tuve suerte: un día el ingeniero de la obras me mandó que le ayudara a tomar unas medidas, y entonces me dijo que yo fuese siempre con él, que cuando llegase al trabajo si él no estaba yo empezara a trabajar, hasta que él llegara, y que si un día él no venía me lo tomara de fiesta. Todos los días estuvo en el trabajo, pero yo poco me cansaba, ya que el trabajo era sencillo y él muy amable conmigo.
A los tres meses de estar allí, una noche mientras dormíamos sonaron unos disparos en la calle, y hasta incluso dentro y fuera del edificio; nosotros no le dimos ninguna importancia ya que no sabíamos de qué se trataba; pero al día siguiente nos comunicaron que unos falangistas habían intentado asaltar el edificio porque querían matar a los reclusos, ya que consideraban que eran rojos criminales.
No sé hasta dónde llegaría la influencia de aquellos malvados; sólo sé que no salimos más a trabajar, y a los ocho días, nos sacaron a todos para trasladarnos al campo de concentración de Miranda de Ebro (Burgos).
Quiero contar una anécdota que me ocurrió durante nuestra estancia en Madrid. Como he dicho anteriormente al final de la guerra me encontraba en Madrid, y nos alojábamos en una casa cuya familia se componía de tres mujeres, la madre y dos hijas. A tres amigos de Fraga nos dieron alojamiento, con la condición de que ellas eran unas mujeres honradas y por lo tanto las teníamos que respetar. Nosotros dormíamos en la cocina, con unos colchones en el suelo, y ellas en dos habitaciones. La madre hacía la comida con lo que nosotros le traíamos, y comíamos todos lo mismo.
Fue tanto el cariño que llegué a sentir por aquella familia, y ellas por nosotros, que cuando llegué a Madrid, en seguida pensé cómo me las podía arreglar para ir a verlas. Como quiera que el conseguir un permiso era imposible, se me ocurrió apuntarme a reconocimiento, ya que nos llevaban a visitar a un ambulatorio, acompañados por un soldado. Yo dije que me hacían mucho mal las muelas, y me llevaron al dentista. Al llegar allí le dije que no era cierto que me hicieran mal las muelas, que lo había hecho con el fin de ir a ver una familia que conocía en Madrid.
El tío, con mala leche, me dijo que ya estaba harto, puesto que todos los días se encontraba con los mismos casos, y que iba a terminarlo de una vez. Me preguntó qué muela quería que me arrancase; yo le contesté que la que él quisiera, con el convencimiento que no me arrancaría ninguna. Pero me dio una inyección y en lugar de arrancarme una, me arrancó dos muelas. Al escribir estas líneas me dan ganas de llorar, de penar que me arrancó dos muelas tan sanas que con ellas hubiese podido mascar los huesos de aquel desalmado dentista.
A mediados de marzo de 1940, me trasladaron a Miranda de Ebro (Burgos). Era un campo de concentración en donde no se podía pasar sed puesto que por la parte norte el campo lindaba con el río Ebro, y que después de recorrer más de cuatrocientos kilómetros casi viene a pasar por nuestro pueblo.
La estancia allí fue muy corta, de cerca de un mes. Posiblemente era uno de los campos de concentración de España que había sido construido con más cautela para el objetivo que se le asignaba. Tenía barracones de madera para poder albergar a doscientas personas cada uno, con sus literas, en las que no te molestabas de unos a los otros, con largas calles, y con un número de habitantes bastante numeroso aunque no lo se con exactitud. Para arreglar las calles nos hacían ir a buscar grava al río, con latas. Como hacía frío nos las poníamos debajo del capote y en muchas ocasiones no poníamos nada en la lata. Hacíamos muchos viajes y no se notaba. Por fin se dieron cuenta, y al entrar en el campo nos hacían enseñar la lata que llevábamos debajo del capote y los que no llevaban nada de grava los hinchaban a palos.
Rentería
El día tres de abril, junto con otros muchos reclusos, me trasladaron al pueblo de Rentería (Guipúzcoa), muy cerca de San Sebastián y a nueve kilómetros de Irún.
Nos alojaron en un edificio con unas enormes naves, en donde instalaron las cocinas y nos repartían el rancho. En el primer piso comíamos. Y dormíamos en unas habitaciones más pequeñas en donde nos albergábamos diez o doce personas. Dicho edificio se había construido para montar una fundición de hierro.
Al tercer día de estar allí, nos formaron en filas de a tres y nos llevaron por la carretera de Irún, a nueve kilómetros de distancia. Al llegar allí nos comunicaron que aquel sería el tajo que tendríamos mientras estuviésemos allí. En medio de grandes montañas, teníamos que construir un trozo de carretera que sería un atajo para llegar a la frontera de Francia por Irún. Todo este trabajo lo realizábamos a pico y pala. Éramos mucha gente, pero las obras iban lentas, ya que a penas se notaba lo que hacíamos. Si que se construyeron varias alcantarillas en grandes barrancos y entonces con las carretillas se rellenaba de tierra. El trabajo era muy duro, pero también es cierto que no exigían trabajar deprisa. Cada uno sin moverse del tajo hacía lo que él creía que podía hacer. Había un sargento de los soldados que nos guardaban, que muchas veces decía “no trabajéis tanto que yo me pongo enfermo de veros trabajar”.
Cuando llevábamos bastantes días, uno de los soldados me preguntó si yo era de Fraga; no sé cómo se enteraría. Me dijo que él era de Ontiñena; el joven, muy amable, me dijo que si necesitaba algo que estuviese a su alcance que se lo comunicase, que él haría lo posible para conseguirlo.
Todos los días antes de al ir al trabajo, nos daban de desayuno un cazo de café con leche y un trocito de pan tostado para cada uno. A mediodía nos traían la comida al tajo.
Uno de los días al repartir el desayuno, me nombraron a mi y me comunicaron que no saliera al trabajo, que me quedaba como ayudante de los cocineros. A mediodía me mandaron repartir el pan, un chusco de unos cuatrocientos gramos para cada uno. Después de repartirlo me sobraron cuatro panes. Yo pregunté y me percaté bien de que no había quedado nadie sin pan. Convencido de ello, en seguida se los di a cuatro amigos de Lleida, con los que compartía habitación.
Por la noche, al llegar al cuartel, el soldado de Ontiñena que fue el que influyó para ponerme en la cocina, me preguntó que cuántos panes me habían sobrado, yo le dije que cuatro, pero que ya los había dado a unos amigos míos. Él me dijo que no tenía que haberlo hecho porque del pan sobrante se hacía cargo el soldado Sancho, el más cruel que conocimos en aquel batallón y del que hablaré más adelante.
No hubo más diálogo pero al día siguiente ya me mandaron a trabajar con el pico y la pala. Por cierto que no duró mucho, porque el paisano de Ontiñena también tenía algo de influencia y en seguida me consiguió otro enchufe, que, si no era tan agasajador como el de la cocina, por lo menos no trabajaba con el pico, y además no me mandaba nadie. Me pusieron en el almacén para controlar las herramientas de trabajo que se daban a cada uno y cuando las tenían que devolver; al parecer cuando no se llevaba un control, hacían desaparecer muchas enterrándolas en el tajo.
Sabido es de todos que por la parte del norte llueve muy a menudo. Pero, según los vecinos de Rentería, aquel año era una excepción. Estuve cuatro meses y posiblemente no pasaron cuatro días sin llover poco o mucho, pero siempre lo suficiente para ir mojado todo el día.
Un día, regresando del trabajo mojados como ranas, el famoso soldado Sancho ordenó que cantáramos el Cara el Sol, el himno de los falangistas. Yo no quise cantar. Aquel soldado se me acercó y me pregunto por qué no cantaba. Yo le contesté que porque no quería, que ya teníamos bastante cansancio con la mojadura que llevábamos encima. Se adelantó y fue a decírselo al sargento. Él fue acortando el paso hasta que lo alcancé. Me preguntó por qué no cantaba, yo le dije que estaba muy cansado, no me contestó ni una palabra. Pero al llegar al cuartel y repartir la cena me dijo que yo no subiera a la habitación, que tenía que cantar el Cara al Sol hasta que “descansara!. me tuvo toda la noche cantando el himno falangista. Pero acompañado del soldado Sancho.
Las salvajada sufridas por parte de algunos guardianes las pudimos ver recompensadas por el comportamiento de los ciudadanos de Rentería. Durante los cuatro meses que estuve allí, no faltaron ni un solo día cuando salíamos a trabajar, dos largas filas de mujeres, una en cada lado de la carretera para traernos comida a los presos. Los grandes insultos y los culatazos por parte de los soldados no lograron hacer deponer la actitud a aquellas familias, que con su acción demostraban que estaban más del lado de los vencidos que de los vencedores.
Todos los domingos nos hacían ir a la iglesia, a escuchar la santa misa. El cura al ver llena la iglesia, aprovechaba para alargarla más y más; tanto era así que se tiraba cerca de dos horas, que nosotros no encontrábamos tan largas porque aquello más que una iglesia parecía una intendencia militar. Todo el pueblo se amontonaba para traernos comida, para aquellos obreros desahuciados de sueldo y sometidos a grandes humillaciones.
Así transcurrieron cuatro largos meses hasta el día 20 de agosto de 1940 en que me dieron la libertad para poder ver a mi familia y a mi pueblo, DESPUÉS DE CERCA DE TRES AÑOS SIN HABERLOS VISTO.
Mi Fraga
Cuando llegué a mi casa sin previo aviso, ya que me dieron la libertad sin darme tiempo a escribir una carta, la alegría de mis padres fue desbordante, después de más de tres años sin habernos visto. Se nos pasaron largas horas explicándome las vicisitudes que tuvieron que pasar hasta poder cruzar la frontera francesa; después, la estancia allí, y cómo tan pronto como terminó la guerra tuvieron noticias de sus tres hijos. José, el mayor, estaba sano y salvo en su casa ya que él no participó en la guerra. Baltasar, el segundo, estaba en el hospital; al terminar la guerra, también desde Madrid se dirigió hacia el pueblo, pero al llegar a Calatayud (Zaragoza) volcó el camión en que viajaban; un amigo suyo de las Casetes murió en el acto, y él tuvo que ser ingresado en un hospital militar donde pasó tres meses.
Cuando yo llegué a Fraga ya hacía cerca de un año que mis padres habían regresado, pero la vida no les era nada halagüeña. En seguida encontraron una finca para trabajarla en arrendamiento, una finca que les hubiera dado lo suficiente para llevar una vida normal y tranquila, pero mi cuñada, la mujer de Baltasar, durante la guerra, mientras él estaba en el frente tuvo un hijo con otro hombre; cuando él regresó se separaron, llevándose consigo a sus dos hijas mayores, y como entonces no se encontraba un jornal, él y las dos niñas estaban con mis padres, pasándolas canutas. Al regresar yo la cuestión económica aún se agravó más, pero sólo hasta que yo me recuperé un poco de mi debilidad física. Al poco tiempo ya empezó la recolección de los higos, que por entonces seguían abundando mucho en Fraga, y mientras mis padres recogían los de la huerta que ellos trabajaban, mi hermano y yo íbamos a ganarnos el jornal en otras fincas que sus propietarios no podían dominar.
La situación económica fue mejorando un poco, pero cada día iban subiendo los precios de los productos alimenticios, en particular el pan, que teníamos que comprar de estraperlo, a veinte pesetas el quilo, mientras que el jornal lo pagaban a ocho pesetas diarias. Es cierto que a nosotros no nos faltaban verduras ni legumbres, con lo que podíamos saciar el hambre, ya que esto lo cultivábamos en la tierra que trabajábamos.
Por aquel entonces salió una disposición ministerial por la que los pertenecientes a las quintas de 1937, 38 y 39, que no hubieran hecho el servicio militar en el bando nacional, teníamos que ingresar nuevamente en el ejército para hacer dicho servicio. Quedarían libres del servicio todos aquellos que pudiesen acreditar que estuviesen trabajando en las minas de carbón. Como quiera que en Mequinenza, Granja de Escarpe y Almatret había muchas minas que ya se habían hecho funcionar en la Primera Guerra Mundial (1914-1919), aunque casi todas habían sido cerradas, entonces volvieron a ponerse en funcionamiento.
Yo, como estaba tan harto de mili, después de dos años y medio de guerra, un año y medio entre campos de concentración y batallones de trabajadores, decidí ponerme a trabajar en la mina hasta que licenciaran a mi quinta.
La mina
Me fui a la Granja de Escarpe, a la mina denominada Entallada, propiedad de Salvador Roca. Empecé el día 2 de noviembre de 1940, EL DÍA ANTERIOR HABÍA CUMPLIDO VEINTIDÓS AÑOS DE EDAD.
A medida que iba penetrando al interior de la mina, iba pensando el día que me vea libre del servicio militar no volveré a entrar en el interior de una mina . Como explicaré más adelante no me sirvió para librarme de la mili, y… trabajé veintiséis años en la mina.
El trabajo se realizaba a destajo; es decir, cobrabas según la cantidad de quilos de carbón que arrancabas. Cuando empecé nos pagaban a catorce pesetas la tonelada, y cuando terminé, en el año 1966, la pagaban a 150 pesetas.
A medida que iba pasando el tiempo, me iba acostumbrando y me gustaba más el trabajo. a pesar de su dureza, allí no te mandaba nadie, trabajaba mucho porque quería ganar más; pero cuando querías te parabas sin tener que preocuparte de si estaba el encargado o no. Por otra parte un obrero en la calle ganaba siete u ocho pesetas de jornal, y allí, ya ganabas entre 20 y 25 pesetas.
Así fue transcurriendo el tiempo hasta septiembre de 1941, en que nos llamaron para ingresar en filas a las tres quintas antes mencionadas 37-38 y 39, que era a la que yo pertenecía.
Desafecto al Movimiento
Cual no sería mi desilusión cuando, al presentar los certificados de minero en el ayuntamiento de Fraga, me comunicaron que a mí no me servían porque estaba clasificado como desafecto al Movimiento Nacional. Yo tenía que ingresar, no en la mili, sino en un batallón de trabajadores.
Fui a casa de uno de los que me dijo que había firmado los avales para que me concedieran la libertad cuando estaba en Rentería, y le dije que me había engañado. El hombre me dijo: “Valero, nunca me hubiese creído que tú dudases de mi palabra, pero ya que has dudado quiero que ahora mismo vengas conmigo al cuartel de la Guardia Civil, para que veas con tus propios ojos que yo no miento nunca y menos contigo, que sabes que te aprecio mucho desde que estuviste trabajando en mi casa”. Fuimos al cuartel, y un guardia sacó una carpeta de unos archivos y dijo: “a ti no pueden mandarte a un batallón de trabajadores porque tienes los mejores informes de Fraga”.
El día 21 de septiembre de 1941, me marché para Huesca, fui al Cuartel General, y pedí permiso para hablar con el Jefe de Estado Mayor, que entonces era el Teniente Coronel Vallés. Me concedió el permiso y me preguntó qué quería. Yo le dije que me mandaban a un batallón de trabajadores posiblemente erróneamente, puesto que yo tenía uno de los mejores informes que se habían hecho en Fraga y, aún más, que yo estaba trabajando en las minas. El hombre muy atento, dijo que lo miraría, llamó al teniente Ginés y le ordenó que trajera los informes de Valero Chiné. Trajo una carpeta, y me preguntó: “¿sabe usted leer?”; yo le dije que muy poco, puesto que a los once años ya estaba trabajando, precisamente para uno de los dos que firmaban aquellos avales. Se puso a leer y dijo: “con estos informes no debería mandarlo a un batallón de trabajadores, sino que debería mandarlo a la cárcel; en los pueblos son unos hipócritas, a ustedes les dicen una cosa y a nosotros nos mandan otra”.
“Usted mañana va a ingresar en un batallón, en Guerrapinillos (Zaragoza); yo voy a pedir nuevamente informes suyos al pueblo; si me los mandan buenos, usted va a salir en libertad, pero al individuo que mandó estos informes lo voy a meter treinta años en la cárcel”.
No sé si pidió informes míos, sólo sé que yo ingresé en el batallón y estuve siete meses y medio, trabajando para construir el campo de aviación hoy llamado de las Bárdenas.
Quiero hacer constar que los informes que tenía en Huesca no los habían firmado las mismas personas que los que estaban en el Cuartel de la Guardia Civil de Fraga.
Quiero citar un acto muy significativo que me ocurrió el veinte de septiembre, un día antes de marchar a Huesca para incorporarme al batallón.
Con la incógnita de si estaría algún tiempo sin poderla visitar, ese día quise ir a la huerta. Me pasé unas horas con mi padre, y luego regresé. Durante el trayecto de vuelta, me encontré con una chica, con la que a pesar de habernos visto muchas veces por ser ciudadanos del mismo pueblo, nunca habíamos cruzado una palabra. Aquel día tuvimos una larga conversación, y entre muchas cosas le expliqué que al día siguiente tenía que marcharme, y que posiblemente estaría algún tiempo sin volver a Fraga. Quién había de decirme que aquella chica, el día 20 de noviembre de 1945 se convertiría en mi esposa y, con el curso del tiempo, madre de nuestros tres hijos.
En los batallones de trabajo, a pesar del tiempo transcurrido desde que finalizó la guerra, las condiciones y el trato no se diferenciaban en nada. Para los oficiales y soldados que nos guardaban, nosotros éramos unos prisioneros, ya que todos habíamos sido clasificados desafectos al Movimiento Nacional.
De nuevo en los batallones
El trabajo era soportable, ya que trabajábamos para una empresa privada, y los que ya estábamos acostumbrados al trabajo duro éramos muy apreciados, aunque nosotros no percibíamos ni un solo céntimo.
En cuanto al alojamiento, tampoco se diferenciaba gran cosa. En un gran descampado de tierras cultivables, junto al canal Imperial, y a dos kilómetros del pueblo de Garrapinillos montaron unos barracones de madera, pusieron una alambrada a su alrededor y unas garitas donde hacían guardia los soldados durante la noche. Con el tiempo se hizo un campo de fútbol dentro del recinto de las alambradas.
Entre todos los incluidos en las tres quintas antes citadas, solamente tres ciudadanos de Fraga fuimos a parar a dicho batallón. Con esto no quiero decir que fuésemos los únicos que estábamos en batallones de trabajadores, eran muchísimos los que estaban desde el final de la guerra y todavía no habían regresado, y no digo de los muchos que se encontraban en las cárceles, ni de los que habían sido fusilados.
La madrugada del día 21 de septiembre, fecha en que yo me incorporé en Huesca, fusilaron en la misma capital a un primo hermano mío, Salvador Vidal Chiné.
La comida, también muy deficiente, dependía mucho del oficial que estaba de cocina; cada mes nombraban uno y él era el dueño de hacer lo que quería con el presupuesto que le asignaban. Recuerdo que uno de los meses hubo un oficial con el que solo nos daban acelgas, y estaban tan llenas de pulgón que, cuando empezaban a repartir el rancho, por encima había tres dedos de dichos insectos. Los mismos oficiales compañeros suyos denunciaron el caso y al parecer lo arrestaron y le dieron otro destino. El caso es que no lo volvimos a ver más por allí.
Mis padres no cesaban de mandarme paquetes de comida, de lo que ellos cosechaban en la huerta. En uno de los paquetes me mandaron una bolsa grande con harina de maíz. En aquellos tiempos era muy frecuente el hacer lo que denominábamos “farinetes”. Con una olla se hervía la harina y cuando ya estaba cocida se le añadía un poco de pan frito en abundante aceite y bien cortado a pedacitos muy pequeños. Este plato lo comían muchas familias para desayunar.
Dentro del recinto de las alambradas teníamos prohibido el encender fuego, posiblemente en precaución de que no se pegara fuego en los barracones, que eran de madera. Yo, al recibir aquel paquete con harina, pensé que tenía que cocerla, y saborear aquel exquisito manjar que hacía tanto tiempo que no había probado.
Llamé a los dos compañeros de Fraga y a tres de Alcampell, que éramos muy amigos, y les dije que el domingo, como no salíamos a trabajar, después de volver de Garrapinillos de escuchar la santa misa a la que nos hacían ir todos los domingos, prepararíamos el guiso.
Junto al campo de fútbol, encendimos el fuego y con una enorme lata pusimos a cocer la harina. Cuando casi estaba cocida y estábamos preparando el mejunje del pan y el aceite, se acercó un soldado. Sólo estábamos tres de los invitados, uno de Alcampell, otro de Fraga y yo. El soldado me dijo que allí estaba prohibido hacer fuego. Yo le dije que ya lo sabía pero que teníamos aquella harina y habíamos decidido cocerla. Me preguntó cuantos éramos para comerla. Yo, por miedo a algún castigo, le dije que los que estábamos allí. Como la lata era muy grande y estaba llena comprendió que teníamos que ser más, pero como yo lo negaba nos hizo sentar a los tres y que nos comiésemos todo aquello delante de su presencia. Cuando estábamos a menos de la mitad, el de Alcampell dijo, “Valero, que nos hagan lo que quieran, pero yo ya no puedo más y por lo tanto no como”.
Entonces el soldado nos mandó un paso ligero por el campo. Cuando habíamos dado dos vueltas, un sargento nos ordenó que nos retiráramos; cogimos la lata, i el resto se lo comieron los otros tres invitados.
Uno de los días, en el momento de salir al trabajo empezó a caer una enorme lluvia, que se fue prolongando y duró toda la mañana. En vista de que no podíamos ir al trabajo, un teniente dijo que para entretenimiento nos darían una charla. Nos metieron a todos dentro de un barracón, en el centro montaron una mesa, donde estarían el conferenciante y sus acompañantes y el resto sentados en el suelo a su alrededor. A mi me tocó sentarme en la primera fila frente a la mesa.
El primero que habló fue un sargento que era hijo del mismo pueblo de Garrapinillos. Debía hablar sobre el significado de la Bandera Española.
Al empezar dijo: “la bandera es un trapo que…” y estalló una enorme carcajada que yo creo que hasta hizo temblar el barracón; y creo que los que más fuerte se rieron fueron un teniente y dos sargentos que estaban en la misma mesa que el conferenciante.
El hombre se sintió tan humillado que, dirigiéndose a mí, ya que era el que estaba más próximo, me dijo: “ya que te burlas tanto de lo que he dicho, ahora vas a ser tú quien va a explicar cual es el significado de la bandera española”. El teniente afirmó que sí, que fuera yo el que diera una explicación.
Con una excitación nerviosa incalculable, puesto que todos nos habíamos reído de la frase pronunciada por el sargento, empecé con las siguientes palabras: “la bandera española es la insignia de la nación y cada color tiene su significado. Por ejemplo el color rojo significa la sangre derramada por los españoles en defensa de su patria, el color amarillo…” y ya no me dejaron terminar, empezaron a aplaudir y así finalizo la charla, pero el odio acumulado por aquel sargento contra mí creo que no se le terminó hasta que me licenciaron.
Cuando en el Ayuntamiento de Fraga me comunicaron que mis certificados de minero no me servían, porque estaba clasificado como desafecto al Movimiento Nacional, la primera reacción de mi madre fue ir a Zaragoza para hablar con el señor Miranda, miembro de una familia muy rica y de derechas que durante muchos años estuvo viviendo en Fraga; mi madre había sido criada durante siete años de dicha familia, y cuando se casó les dejaron vivir durante siete años, gratuitamente, en una casa de su propiedad.
Yo le dije que no quería que pidiese favores a nadie, que yo tenía la conciencia muy limpia, que no había hecho ningún daño a nadie, y que, si aquellos desalmados querían castigarme, allá con su conciencia, que algún día tendrían que arrepentirse .
Cuando llevaba siete meses en el batallón, y sin ninguna perspectiva de poder salir, mi madre me comunicó que quería venir a verme, y aprovechando aquel viaje habló con dicha familia. Aquel señor le dijo que él no podía hacer nada, pero que no obstante hablaría con un amigo suyo que también había sido ciudadano de Fraga, que era capitán y además estaba trabajando en Capitanía General de la Quinta Región Militar, con sede en la misma ciudad de Zaragoza.
El 7 de mayo de 1942, justamente cuando llevaba siete meses y medio en el batallón, me llamó el sargento que tanto odio me había demostrado desde el día de la charla sobre la bandera española, y me comunicó que al día siguiente me trasladaban a un cuartel militar de Zaragoza, junto con nueve reclusos más.
Cuando llegué del trabajo, me fui a las oficinas a preguntar cómo y a dónde nos trasladaban. El teniente me dijo que yo no iba a Zaragoza puesto que aquella misma tarde me había llegado la libertad. Me dio el pasaporte y como ya casi era de noche, me dijo que me quedara allí y que me marchara al día siguiente.
Al poco rato el sargento, todavía sediento de venganza, me llama y me dice: “a usted se le ha caído el san Antón, usted ya no va a Zaragoza” y le dije: “no voy a Zaragoza porque me marcho en libertad; no quería marcharme hasta mañana, pero sólo por no verlo más a usted, me marcho ahora mismo aunque tenga que pasarme la noche en la calle”. Y haciendo uso de mi pasaporte me marché por la puerta principal.
En libertad
Yo no encuentro palabras, y creo que se necesitaría la pluma de Miguel de Cervantes para describir con todo detalle la alegría que demostraron mis padres al verme nuevamente en libertad. La mía también era inmensa, pero con el corazón arrepentido por no haber dejado ir a mi madre a hablar antes con aquel señor. Y nos hubiésemos ahorrado el sufrimiento de aquellos ocho meses, de separación y mala economía.
A los pocos días ya me encontraba trabajando nuevamente en la mina, con un sueldo muy superior al que ganaba cuando marché; en vista de ello, mi hermano también quiso venir a trabajar a la mina, con lo cual la situación económica de la familia iba mejorando, aunque solo fuese para poder vivir más holgadamente, que en aquellos años de estraperlo, hambre y miseria no todas las familias podían conseguir.
Con el transcurso del tiempo, la vida se fue normalizando, y el trabajo en la mina cada día lo encontraba más normal, estaba deseando que me licenciaran, pero ya no pensaba en abandonar el trabajo. Tanto fue así que, cuando la empresa Cubiertas y Tejados empezó a construir el puente de Fraga en la carretera Nacional II, tuve ocasión de cambiar pero no lo hice. El ingeniero jefe, que había estado conmigo en los campos de concentración de Albatera y Porta Coeli, al llegar a Fraga en seguida preguntó por mí. Cuando le dije que trabajaba en la mina, me dijo “el sábado despídete de la mina, y el lunes empezarás a trabajar en el puente”. Momentáneamente lo acepté, pero cuando le pregunté cuánto ganaría me dijo que de momento siete pesetas con la categoría de peón; a medida que vayas ganando antigüedad irás cambiando de categoría y por lo tanto de jornal. Yo le dije que ya me ganaba treinta pesetas y que, por lo tanto, continuaría en la mina. Me dijo que lo pensara bien, porque en aquella empresa a la larga me podía garantizar un buen porvenir.
Yo por entonces ya cortejaba con la que más tarde sería mi esposa y no tenía ganas de abandonar el pueblo siendo que parecía que en las minas tenía trabajo y el pan asegurado.
A medida que iba transcurriendo el tiempo, se iban creando más industrias, en particular en la región catalana, y el carbón tenía más demandas; los empresarios abrían más minas y se iban haciendo más ricos; decían que los obreros nos volvíamos cada vez más exigentes, pero la realidad es que las mejoras que conseguíamos eran para pagar el aumento de precios al consumo.
En la cuenca de Torrente, Mequinenza y Granja de Escarpe, entre los años 1945 y 1960 llegaron a trabajar dos mil mineros; en las estadísticas oficiales la cifra no consta ya que los patronos tenían a la mayoría de estos obreros sin asegurar.
En el año 1941 se creó la Seguridad Social. Anteriormente ya existía el Retiro Obrero de Vejez e Invalidez, pero éste solo servía para cobrar la jubilación, mientras que en la Seguridad Social entraban gratuitamente los servicios sanitarios que tanto el obrero como su familia pudiese necesitar. Los patronos, por no pagar estas cuotas, nos tenían sin asegurar a más de la mitad de los obreros; pero para que no nos diésemos cuenta, a fin de mes, nos descontaban la parte proporcional que el obrero tenía que pagar a la Seguridad Social.
Cuando los obreros fuimos perdiendo el miedo a la represión que hubo al finalizar la guerra, fuimos exigiendo un poco más nuestros derechos y entonces nos aseguraban, pero al jornal base; es decir: el jornal base de una avancista era de 20 pesetas, el de un picador de primera de 18, el de un vagonero de 15; pero como trabajábamos a destajo se ganaba mucho más; yo, que era avancista, algunos meses ya llegaba a cobrar ciento cincuenta pesetas de jornal; como ellos pagaban por veinte, si uno estaba de baja cobraba el 75 por ciento pero del jornal base, es decir unas 15 pesetas.
Se había creado el Sindicato Vertical, que decían era para defender los derechos de los trabajadores, pero todos sus abogados eran del lado de los vencedores y por lo tanto defendían más a la patronal que al obrero.
Así las cosas y viendo el rumbo de la Segunda Guerra Mundial, unos cuantos mineros, a principios del año 1945, nos decidimos a reorganizar la C.N.T. con el fin de ir más unidos para reivindicar nuestros derechos. En muy poco tiempo se distribuyeron quinientos carnets; la gran mayoría habíamos pertenecido a este sindicato antes de la guerra. Todas las gestiones se realizaban a través del Sindicato Vertical pero la mayoría no sabían que detrás del vertical estábamos los cenetistas.
Fueron muchas las reivindicaciones que se llegaron a alcanzar en aquellos tiempos, en que el miedo a la venganza de los vencedores siempre estaba a flor de piel.
Después de cerca de tres años de noviazgo, el día 20 de noviembre de 1945 nos convertíamos en matrimonio. Mi mujer y yo, a pesar de todas las vicisitudes que tuvimos que pasar por el hecho de estar afiliado a la C.N.T., pasamos el resto de los años en plena felicidad y en el momento de escribir estas memorias, a pesar de nuestra vejez, nuestra felicidad continua.
Para celebrar nuestra luna de miel nos fuimos una semana a Barcelona. Estuvimos en una pensión de la calle Pelayo.
Como mi esposa era hija única, a pesar de que mis padres en aquellos momentos ya estaban solos, porque mi hermano ya no estaba con ellos, nos pusimos a vivir con sus padres, que al igual que los míos eran unos pobres agricultores que vivían del trabajo de una pequeña finca en arrendamiento. Yo continué trabajando en la mina y mi suegro trabajaba la tierra, al igual que todos los abuelos de entonces que trabajaban mientras podían andar.
La mina en que yo trabajaba estaba a catorce kilómetros de Fraga. En un principio iba andando y nos quedábamos toda la semana allí. Después me compré una bicicleta y, como el miércoles era el día de cortejar, ese día íbamos a casa. Después de cenar ibas un rato a casa de la novia y después a dormir y descansar ya que al día siguiente te esperaba un duro trabajo en la mina. Una vez casados continué con el mismo sistema: sólo estaba con mi mujer el miércoles por la noche, el sábado y el domingo.
Otra vez…
Cuando todo parecía que iba progresando, en la madrugada del día 3 de mayo de 1946, cuando aún no llevaba siete meses de casado, se presentaron dos individuos con trajes de etiqueta, para aquellos tiempos, con una linterna en la mano, se acercaron a la cabecera de la cama y me preguntaron si conocía a Valero Chiné. Yo en seguida me imaginé algo raro y les dije que él dormía en la otra sala. Me dijeron que me levantase y que les acompañara. Yo me reí, porque pensé que si me dejaban salir a la calle cuando ellos sacasen la pistola yo ya estaría en la boca de la mina y una vez allí no podrían cogerme. Pero al llegar a la puerta me encontré con un cordón de guardias, todos con el fusil en la mano, como si se tratase de capturar a un terrorista. Visto el panorama, les dije que Valero Chiné era yo y uno de ellos me dijo: “ya lo sabíamos, ¿no ve que hemos venido a su cama?”. “Y qué es lo que quieren” les pregunté. “De momento queda usted detenido; en la comisaría ya le dirán lo que quieren”.
Me hicieron subir en un camión junto con 21 guardias de los llamados Guardias de Asalto (este cuerpo pronto lo hicieron desaparecer porque había sido creado durante el mandato de la República).
Me condujeron hasta el Cuartel de la Guardia Civil de Fraga, que entonces estaba en el paseo Barrón, donde está la emisora de Radio Fraga. Desde allí me condujeron hasta mi casa acompañado por un teniente y cuatro guardias. El Teniente me dijo que yo tenía un fusil, me aconsejaba que lo sacara, que sería mucho mejor para mí. Le dije que ni sabía de qué me hablaba. Se pusieron a registrar, lo revolvieron todo, no encontraron nada que les llamara la atención, pero el teniente me dijo: “Tienes una denuncia de que tienes un fusil, yo posiblemente no te volveré a ver, pero te aconsejo que, si lo tienes, lo saques, porque en la comisaría te lo harán sacar a fuerza de golpes”.
Me llevaron a la Comisaría de Policía de Lleida, en la cual ya había varios detenidos, todos por pertenecer a la C.N.T.. En total, entre la cuenca minera y la provincia de Lleida, detuvieron a 250, todos afiliados a la C.N.T..
Nos hacían salir de las celdas para declarar lo que ellos querían que declarásemos, porque muchos, desconcertados por los golpes recibidos, decían que sí a lo que ellos mandaban. A mi me dijeron que tenía un fusil y que tenía que entregarlo. Yo dije que no sabía nada; me dijeron que uno de los detenidos lo había declarado; yo dije que lo trajeran y que lo declarase delante de mi. Me trajeron a un compañero de Torrente, y dijo que yo le había dicho que sabía dónde había un fusil. Era cierto que un pariente mío me había dicho que en el tejado de la masía de la finca que trabajaba en arrendamiento había un fusil escondido de cuando la guerra. Pero yo no lo había visto nunca. Inmediatamente cogieron un coche y nos trasladamos hasta la finca. Allí no había nadie; subimos al tejado de un edificio de planta baja y empezamos a levantar tejas; al poco rato, encontramos un fusil que ellos mismos reconocieron que estaba deshecho después de tantos años de estar allí, consecuencia de la humedad y el sol del verano. Era un trasto inútil pero, en el momento de juzgarme, me pusieron tres meses por tenencia ilícita de armas y seis meses más por asociación ilegal.
La CNT
Mucho se ha escrito de la guerra civil española y de la oposición que hubo contra el franquismo en los años desde 1940 hasta 1953, pero la mayoría de los historiadores parecen haber quedado en blanco de la clandestinidad y movimientos de la C.N.T. dentro de sus escasas posibilidades. Tengo la impresión de que, o no se ha investigado con afán y rigor histórico, o deliberadamente, por motivaciones politiqueras, se han dejado de lado fechas, hechos, actuaciones y sobre todo determinadas corrientes de pensamiento.
Me tuvieron ocho días en la comisaría. Sólo me sacaban para interrogarme, rodeado de seis sabuesos. De momento parecía que todo se iba a desarrollar normalmente. En algunas ocasiones hasta me invitaron a fumar y ,luego, cuando empezabas a negarles lo que ellos querían que declarases, empezaban a golpearte, sin piedad, como si de un malhechor criminal se tratase.
A los ocho días me trasladaron a la cárcel provincial de Lleida, donde permanecí cerca de un año, incoado en sumario por lo militar. El trato, durante la estancia dentro de aquellos muros de hormigón, no fue muy duro. Allí había unas ordenanzas, y cumpliéndolas nadie se metía contigo; durante el día salíamos unas horas de paseo por el patio y durante la noche dormíamos en una gran sala, en la que estábamos 26 reclusos.
Durante los primeros meses, la comida era bastante soportable y, además, mi querida y reciente esposa no pasó ni una sola semana sin venir a verme y traerme un buen paquete de comida.
Después, la comida se fue empeorando de tal forma que no se podía comer; trajeron un montón de sacos de harina de maíz que estaba fermentada y el día 12 de octubre de 1946 nos declaramos en huelga de hambre; cuando empezaron a repartir la comida los cocineros, en ninguna sala la cogieron; después volvieron los cocineros y el jefe de la prisión nos hizo formar. Yo, como era el que estaba más cerca de la puerta, me puse el primero de la fila; cuando ordenó empezar a repartir, yo me puse el plato debajo del brazo y pasé de largo sin coger comida; entonces me preguntó por qué no cogía comida y yo le contesté que aquello no se podía comer, que ni los cerdos se lo comerían; entonces dijo: “¿Cómo no protestábais meses atrás, cuando se os daba patatas con carne y garbanzos?”. Yo dije: “precisamente porque se nos daba una buena comida, pero esto es inaceptable, y por lo tanto no lo queremos”.
Me pusieron en una celda, incomunicado, con la condición de que no podría ver a mi familia mientras estuviese en la cárcel; no fue así, a los pocos días me sacaron y todo fue normal como antes, y aquella harina se la llevaron y la comida volvió a mejorar.
Transcurridos unos meses, a los siete compañeros de Mequinenza les comunicaron que los iban a trasladar a Zaragoza; yo, inmediatamente, solicité que me trasladaran con ellos. El juez que llevaba el sumario vino a verme y me preguntó por qué había hecho aquella solicitud; yo le dije que en Zaragoza tenía un conocido que tenía mucha influencia y que posiblemente podría ayudarme para conseguir antes mi libertad. Me contestó que estaba equivocado, porque los que iban a Zaragoza serían juzgados por las ordenanzas militares y de los que se quedaban en Lleida se haría cargo inmediatamente la jurisdicción civil; “y por tanto, la condena siempre será inferior que por lo militar; ahora, usted es dueño de hacer lo que quiera”. Yo le dije que lo que él me aconsejara, y en mi presencia rompió la solicitud; un gesto digno de tener en cuenta pues a los de Mequinenza los juzgaron en seguida y los condenaron a 14 años de cárcel.
A mí me sacaron en libertad provisional con un pago de dos mil pesetas de fianza; tardaron once años en juzgarme y me condenaron a seis meses por asociación ilegal y a tres por tenencia ilícita de armas; total, nueve meses, pero como ya había estado mucho más tiempo, no me tocó entrar.
Era la tercera vez que me dejaban en libertad. Comencé de nuevo a trabajar en la mina, porque ya era mi trabajo habitual, pero como mi libertad no era absoluta sino provisional, cada vez que había algún conflicto en las minas, fuese de la índole que fuese (reivindicación salarial o exigencia de pago de cuotas a la Seguridad Social ), ya tenia que pasar por el Cuartel de la Guardia Civil, como si yo fuese el único causante de todas las injusticias que ocurrían en la cuenca, cuando en realidad lo eran los empresarios, que no cumplían con las ordenanzas decretadas por el mismo Gobierno.
Los hijos
Así fue transcurriendo el tiempo y, el día 22 de enero de 1948, nació nuestra primera hija, a la que pondríamos por nombre Matilde, como su abuela materna. La ilusión, tanto de nuestros padres como nuestra, fue desorbitante. Además el trabajo se iba desarrollando con plena normalidad; el salario no era grande pero llegaba para satisfacer las necesidades de la familia. Que, como en aquellos tiempos la sociedad de consumo todavía no se nos había comido el coco, con poco había bastante.
El día 29 de agosto de 1949 nació nuestro segundo hijo al que pusimos por nombre José.
Por aquel entonces vivíamos solos; hubo unas pequeñas desavenencias con mis suegros y decidí separarnos. Ellos podían vivir con la tierra que trabajaban, y nosotros, con el jornal que ganaba en la mina. Muy pronto compramos un trozo de tierra en la partida de Vincamet, tierra regada por el canal de Aragón y Catalunya; por aquel entonces había muchas dificultades con el riego, por lo que se vendían muy baratas las tierras y pudimos comprarlas.
Al poco tiempo, un domingo por la mañana, se me presentó un señor en la finca diciéndome que le comprara un trozo de tierra que tenía casi junto a la mía (había una hectárea de riego y una de secano, que entonces el secano no tenía ningún valor). Después de mirarla atentamente, le pregunté cuánto quería por ella. Me pidió cuatro mil pesetas. Le dije que, como había comprado el otro trozo hacía poco, no tenía dinero y que tampoco quería empeñarme. Me pidió que la trabajara, que sólo tenía que pagar los gastos de contribución y el agua. Lo acepté. Y aquel año sembré una parte de algodón, planta muy de moda en aquellos tiempos. Al cosecharlo, me abonaron 4.800 pesetas. Pensé que era una tontería el no haberlo comprado. Fuí a hablar con el dueño y le dije que no me interesaba trabajar la tierra, que si quería se la compraría y que, si no, la dejaría. Me dijo que la vendería pero que sería otro precio del que me había dicho con anterioridad. Al preguntarle cuánto, me dijo que cinco mil pesetas. Sin más preámbulos, me puse la mano en el bolsillo y le di las cinco mil pesetas y quedamos que, más adelante, ya haríamos la escritura.
Ya teníamos dos hectáreas de tierra de regadío. De la de secano, no sacábamos ningún provecho. Yo no dejaba el trabajo de la mina, y mi esposa, con los dos hijos, muchas temporadas iba a trabajar, bien sea a coger algodón o a encajonar fruta en la cooperativa.
El día 9 de marzo de 1953 nació nuestra tercera y última hija, Rosa Mari. Al redactar estas memorias, los tres están casados: la mayor tiene dos hijos, chica y chico; el segundo, cuatro niñas, y la tercera, una niña y un niño. En total, ocho nietos, que son la alegría de sus padres y el orgullo de sus abuelos.
Hacía poco tiempo que había muerto mi padre y nos fuimos a vivir con mi madre. El dueño de la tierra que trabajaba mi padre me propuso que la trabajara yo, junto con otra finca que tenía. Yo lo acepté y dejé de trabajar en la mina. Pero, al hacer el balance del primer año, ya me di cuenta de que no me era tan rentable como el trabajo de la mina. Me despedí y, nuevamente, me fui al interior de la mina.
El día 15 de abril de 1957, me propusieron hacer de encargado de la mina en que trabajaba, propiedad de don Jaime Montserrat Graells, un ciudadano de Barcelona que tenía un almacén de carbón en la calle Les Corts. Acepté el cargo, en el cual ejercí nueve años. El trabajo no era tan duro como picando, pero se pasaba de todo; de lo cual hablaré más adelante. Algunos opinan que es preferible mandar que ser mandado; pero en alguna ocasiones es preferible ser mandado y eludir toda clase de responsabilidades, puesto que en muchos casos sólo te amargan la existencia. Total, para defender los intereses de los demás.
En el año 1962, otro vecino de la finca me propuso que le comprara la suya que estaba junto a la mía. Me pidió 44.000 pesetas. No las tenía, pero me interesaba aquella tierra y un amigo me prestó lo que me faltaba y la compré. Pues por aquel entonces ya empezó la influencia del petróleo, y las minas parecía que iban en decadencia, y por si acaso se cerraban con aquella tierra yo ya tenía el trabajo garantizado, puesto que reunía cuatro hectáreas de regadío y tres de secano.
Nuestros tres hijos ya iban a la escuela, y la mayor, con sus catorce años, ya se destacaba con sus notas. Hasta tal punto que, un día, la maestra que le daba las clases vino a nuestra casa a decirnos que a la niña la teníamos que hacer estudiar el bachiller porque prometía mucho y, de continuar así, podría emprender y terminar cualquier carrera. ¡Yo me reí! A la vez que lo lamentaba. Y le dije a doña Amalia, que así se llamaba dicha maestra: “Señora, agradezco mucho el interés que demuestra por nuestra hija, pero nuestra situación económica no permite que ninguno de nuestros hijos pueda estudiar una carrera. Trabajo en la mina y tengo un trozo de tierra del que aún debo una buena parte del dinero que me costó. ¿Cómo quiere que mi hija pueda estudiar una carrera si, con muchas dificultades, podrá terminar los estudios primarios antes de que la pongamos a trabajar en alguna parte?”. Doña Amalia dijo: “Tengo 24.000 pesetas en el banco, que no necesito para nada. Soy viuda y tengo un jornal del Ministerio, que me alcanza para poder llevar una vida con holgura. Por lo tanto, pongo a su disposición este dinero. Siempre que lo utilice para los estudios de su hija, no para comprar más tierras”.
Me puse a meditar y me dije: “Si esta señora, que no tiene ninguna responsabilidad respecto a nuestra hija, que no nos había conocido hasta que nuestra hija fue a su clase, pone a nuestra disposición todos los ahorros que ha podido conseguir en el curso de su larga vida, ¿cómo no debemos hacerlo nosotros, que somos sus padres?”. Le agradecimos con toda sinceridad su interés por nuestra hija y por su oferta, que no aceptamos, y le prometimos que llevaríamos a nuestra hija a que estudiara el bachillerato.
En Fraga, no había Instituto, pero formaron una escuela que teníamos que pagar en el Ayuntamiento, y los exámenes tenían que hacerlos en Lleida. Cuando consultaba con los profesores por el comportamiento de nuestra hija, siempre la elogiaban al máximo. Y prueba de ello es que, cuando llegaban los exámenes, siempre sacaba muy buenas notas, hasta el punto que nunca suspendió ninguna asignatura.
Nuestras dificultades económicas eran muchas, pues algunos meses no nos pagaban en la mina y tenía que ir al Ayuntamiento a decirles que no les podía pagar, que ya pagaría al mes siguiente. Nunca me pusieron ningún inconveniente, sino todo lo contrario. “Ojalá fuesen todos tan atentos como tú”, me dijeron muchas veces.
A estas estrecheces no les dábamos gran importancia, puesto que quedaban recompensadas con la alegría y satisfacción de pensar que, si continuaba con aquella afición, llegaríamos a tener una hija maestra. Pero, con el curso del tiempo, llegó lo que de momento consideré como una gran decepción; afortunadamente, no fue así sino todo lo contrario, pero tardó algunos años en poderse demostrar.
El año que terminó el bachillerato, hizo reválida y primero de Magisterio, todo en el mismo curso. La alegría en nuestra casa era desbordante y un domingo quisimos celebrarlo con todo el apogeo que el acto merecía. Al felicitarla por su aprobado en todos los exámenes me dijo: “Padre: yo no quiero estudiar Magisterio. Yo quiero estudiar Medicina”. El techo de la casa se me vino encima. “Con tanto sacrificio, ilusión y alegría con que hemos acogido tus estudios, y ahora nos dices que no quieres estudiar Magisterio… ¿Acaso no comprendes que nuestra situación económica no permite el poderte tener estudiando en una universidad puesto que tendrás que vivir en una capital y no podremos pagar los gastos que esto ocasiona?”. “Es igual –me dijo–. Yo estudiaré y trabajaré y, con lo que gane, pagaré los gastos que ocasione”.
Se fue a Barcelona y se puso a dar clases en una escuela de monjas. A cambio, le daban alojamiento y comida. Al atardecer iba a la universidad. Cuando terminaban las clases tenía que salir corriendo, pues si llegaba más tarde de las diez encontraba la puerta cerrada. Por la noche, estudiaba con una linterna de pilas porque, como pasaba muchas horas estudiando, las monjas le apagaban la luz para que no gastara. De todo esto, nos enteramos cuando ya no estaba en aquel colegio porque, si me entero antes, a pesar de nuestras dificultades económicas, hubiésemos encontrado alguna otra solución.
A principios de 1964 murió, de muerte repentina, el propietario de la mina donde yo trabajaba, Jaime Montserrat Graells; fui a Barcelona para asistir a sus funerales. A parte de sus familiares acudió mucha gente entre la cual yo no conocía a nadie. Después del entierro me llamó un señor y me preguntó si yo era el encargado de la mina de carbón del señor Montserrat. Le contesté que sí, y me dijo que tenían que celebrar una reunión a la que era conveniente que yo asistiera. En un departamento destinado a oficinas nos reunimos varias personas, la mayoría de las cuales eran acreedoras del señor Montserrat, quien, al parecer, antes de morir, estaba muy endeudado. La mayoría de aquellos señores estaban convencidos de que quedándose con la mina de carbón tenían el problema solucionado. Pero, entre ellos, había un señor que también era propietario de una mina en Asturias y, por lo tanto, estaba muy enterado de que el carbón estaba en decadencia. Era la euforia de los primeros años del petróleo y todos los grandes industriales ponían instalaciones de fuel.
Aquel señor me preguntó a cuánto ascendía la nómina mensual de los mineros. Yo le dije que oscilaba entre las 350 y las 400 mil pesetas al mes. Dirigiéndose a los demás asistentes les dijo: “Si nos quedamos la mina, lo que sabemos seguro es que a final de mes tenemos que desembolsar 400.000 pesetas, porque los mineros trabajan y, por lo tanto, tienen que cobrar. Ahora yo me pregunto: ¿Las sacaremos del carbón arrancado? Esto ya lo pongo más en duda. Tanto es así que yo propongo que, si los mineros quisieran hacerse cargo de la mina por lo que se les adeuda a ellos, la dejaría para ellos”. El resto de los acreedores accedieron a dicha proposición. Entonces, dirigiéndose a mí, me preguntó: “Usted como encargado de la mina ¿quieren hacerse cargo de la mina por el importe que se les adeuda?”. Yo le contesté que no era más que otro obrero y que, por lo tanto, para decidirlo tenía que consultarlo con los demás obreros.
Me vine hacia Fraga y, al día siguiente, nos reunimos todos los mineros y les expliqué las proposiciones que nos habían hecho. Y, por lo tanto, teníamos que decidir: el sí o el no. Me contestaron que decidiera yo lo que quisiera, que si veía posibilidades de salvarnos que lo aceptase, ya que necesitábamos trabajar para poder subsistir. Yo les dije que, si nos sabíamos comportar como buenos obreros cooperativistas, teníamos posibilidades no sólo de conservar nuestro sueldo sino de mejorarlo. Pero para ello se necesitaba espíritu de compañerismo, de solidaridad y disciplina. Y, si alguien no cumplía estos requisitos, que en nombre de la mayoría se tuviese fuerza para despedirlo. Así se aceptó en nombre de todos. Y así se trabajó durante dos años, durante los cuales se aumentó dos veces el salario.
Diciembre de 1997
Tal como ya se ha explicado, en el año 1964 los obreros nos hicimos cargo de la mina. Transcurridos los dos primeros años las cosas fueron tomando otro cariz, pues las grandes empresas dejaban de utilizar el carbón para instalar el fuel que, a pesar de ser un poco más caro, les permitía ahorrar mucha mano de obra; por ello sólo utilizaban el carbón las empresas más pobres. Así que, aparte de que no podíamos vender todo el carbón que producíamos, una buena parte del que vendíamos nos veíamos negros para cobrarlo.
Así las cosas, en el año 67 decidimos cerrar la mina. Una de las más grandes decepciones que llegué a tener, porque en aquel entonces también tenía estudiando a nuestro segundo hijo, del cual siempre había tenido la ilusión de que pudiese hacer la carrera de ingeniero. Pero ya nuestra situación económica no nos lo permitió, y él tampoco tenía el interés ni la voluntad que tenía su hermana Matilde, y tuvimos que conformarnos con que fuera a una Escuela Profesional, a Huesca, a aprender el oficio de electricista.
Al cerrar la mina me quedé en el paro, pero como tenía las cuatro hectáreas de tierra de regadío, iba trabajando la tierra.
Un día me llamó el director del Banco de Aragón, José Novials, con el que habíamos tenido muy buena relación durante todo el tiempo que estuve de encargado en la mina y mucho más durante los cerca de tres años que trabajamos por nuestra cuenta, ya que la mayoría de los cobros y pagos que realizábamos los hacíamos a través de dicho banco.
Me preguntó que a qué me dedicaba, puesto que sabía que habíamos cerrado la mina. Yo le contesté que estaba medio desesperado porque estaba en el paro y, como de la tierra sacaba muy poca cosa, me vería obligado a retirar a mis dos hijos de las instituciones en que estaban estudiando, Matilde en Barcelona y José en Huesca.
Él me dijo: “Mira Valero, el mejor bar de Fraga se traspasa; no lo dudes ni un momento y cógelo tú, ya que con él te ganarás muy bien la vida y no tendrás que retirar a tus hijos de la Universidad”. Yo le contesté: “oye José, ¿qué crees que podría hacer yo en un bar si no distingo el ron del anís?, ¿cómo crees que yo podría llevar un bar?”. Y me dice: “mira Valero, no te lo pienses ni un minuto más. Te lo digo porque te aprecio y sé que es un buen negocio”.
Me marché a casa y se lo expliqué a mi esposa sin ninguna intención ni de mirarlo, pero a raíz de aquella proposición yo siempre que pasaba por delante del bar me lo miraba y siempre había gente. Le dije a mi esposa: “¿y si lo intentásemos?”. Y ella me dijo: “lo que tú digas”. Y yo,: “pero, ¿y si fracasamos?”. Y ella contestó: “si lo hacemos por bien, si sale mal, mala suerte”.
Nos vendimos la tierra y nos quedamos con el bar. Cuando llevábamos una semana me dice mi esposa: “esto va muy bien, ¿no te parece?”. Y yo le dije: “nos hemos equivocado”. Y ella dijo: “por qué?”. “Pues porque con el dinero que sacamos no nos hacía falta vendernos la tierra; Novials, cuando me lo dijo, estaba convencido de que yo le hubiese pedido un préstamo al banco y nos lo hubiesen concedido y lo habríamos podido pagar sin necesidad de vendernos la tierra”, le dije yo. Pero al final no nos fue nada mal.
En cuanto a mi hija mayor, terminó la carrera de medicina, que en aquellos tiempos pocos hijos de obreros podían hacer una carrera de esta envergadura; ella lo hizo gracias a su gran voluntad y el esfuerzo en su trabajo. Se casó con Humbert y tuvieron una hija, que ya es maestra y un hijo que es periodista al igual que su padre. Ella lleva más de 20 años de ejercicio de la profesión en un Hospital.
José se instaló como electricista y ha ido viviendo holgadamente de su oficio, gracias también a la ayuda de su esposa, Pilar, que es peluquera; con el esfuerzo de los dos han sacado adelante a sus cuatro hijas, dos de las cuales están ya estudiando en la Universidad, en Barcelona.
Mi hija pequeña, Rosa Mari, al terminar la Escuela Primaria hizo el Bachillerato y luego se fue a Barcelona, donde estaba su hermana, para estudiar. Allí conoció a Miquel que con el tiempo llegó a ser su marido y con el que han tenido dos hijos, una niña y un niño. Ella no empezó en la Universidad hasta más tarde, pero en la actualidad es licenciada en Filosofía.
En el momento de editar estas memorias, tengo cumplidos 79 años, y mi esposa, 78. Nosotros poco pudimos ir a la escuela pero nos damos por satisfechos que tanto nuestros hijos como sus cónyuges y nuestros nietos han podido ir más que nosotros, incluso estudiar carreras universitarias… y vivir en plena normalidad.
[…] i dels de després –camps de concentració i de treball, presó…–, el va recollir en unes memòries. Les va escriure en espanyol, una llengua que no era la seva però que era l’única que havia […]
M’ha agradat molt i, sobretot, per recordar històries que la Mati havia mig contat.
[…] A Valero Chiné […]
Muy buen articulo, gracias.
Debemos informar a la gente de lo que realmente está pasando.
Saludos.
M’he quedat “enganxat” al llegir-lo, es una història que encara que en els detalls no coincideix em recorda la del meu pare …la guerra, l’exili (el del meu pare a França), el batalló de treballadors(el meu pare a Serós)…La lluita per sobreviure, els fills i finalment la satisfacció de veure que els fills s’han pogut situar gràcies al seu esforç i l’exemple que han rebut. Una coincidència simpàtica, en Valero Chiné es va casar el 20 de novembre de 1945, just el dia que va neixer la meva dona. Jordi Oliver
Jordi. Recuperar la memòria de la bona gent és imprescindible si volem un país viu i no esmorteït per la mandra infinita que ens voldiren encomanar els que manen. El meu sogre va ser per mi una persona entranyable que vaig anar descobrint poc a poc, com la resta de la bona gent que tantes esperances va acumular i tant va sofrir quan es van estroncar. Moltes vegades m’ha dolgut no haver parlat molt més amb totes elles, que poc a poc ens han anat deixant.